Un retiro en altamar

<strong>Un retiro en altamar</strong>

Letras y Memorias

Hace algún tiempo, cuando el viento cambió el rumbo del bote en el que viajaba, el mar abierto me generó una especie de miedo y angustia, angustia que sólo resultaba equiparable a la sensación que un ave de corral aproximándose a mí, causa. 

Naturalmente, hablo en sentido figurado con lo del bote y el mar abierto, todo resulta una suerte de alegoría, todo salvo el tema de las aves, que ya dejaremos para otro punto del futuro cercano. El asunto es que, muchas veces la incertidumbre de la vida moderna, el ritmo acelerado de las grandes urbes o de los trabajos y relaciones personales, nos forzan a sentirnos como si estuviéramos en un barco a la deriva, navegando sin rumbo y sencillamente dejándonos llevar por el viento a lo largo y ancho de la superficie marina. 

La vida moderna nos pasea inclemente por aquí o por allá, sin dar respiro ni tregua ante las ganas que tenemos de bajar de ese bote, de poner los pies en tierra firme aunque sea para ver un atardecer. Y ahí, con las náuseas del agitado viaje, con la marea sacudiendo nuestra cabeza y espíritu, uno de pronto desea tener algo más que la soledad en la inmensidad del océano, y es justo cuando recordamos que el mejor refugio para el alma propia, es uno mismo, uno y la soledad nuestra.

SABER ESTAR SOLO

La vida y ese paseo por el mar, tratan de esto: de tener que lidiar con uno cuando el resto del mundo sigue con sus días, con su rutina. Es entonces oportunidad para tomar el control de todo aquello que por lapsos nos domina: la emoción, la sensación de creer que aquello que nos rodea, nos ha dejado de lado… y es que, asumimos que todo cuanto hacemos o dejamos de hacer, debe marcarnos pero, realmente, lo que debemos pensar es que justo eso, lo hecho y lo que no se hizo, nos permite crecer y aprovechar la experiencia adquirida para reflexionar sobre nuestros paseos, sobre nuestros días. 

¿A qué voy con esto? A que hoy, un día cualquiera, te llueven elogios, tienes a gente maravillosa cerca y la dicha no termina, pero mañana, otro día igual al anterior, resulta que todo eso se ha marchado, se desvaneció y no dejó rastro; vuelves a estar solo en ese bote a la deriva. Lo que hubo, ya no está más, y lo único que permanece son los recuerdos que uno mismo decide atesorar. Un día estamos, y al otro ya no. Incluso estando, nada nos garantiza vernos acompañados durante la travesía en altamar.

Es esa la mística de sabernos solos: tener plena consciencia de que lo estamos. Luego entonces, nuestro bote empujado por el viento incierto, no habrá de generanos náuseas ni pesadez, ni siquiera el desesperado deseo de volver a tierra, porque nos sentimos tan dichosos y seguros con nuestra soledad, que ya nada puede derrumbar el refugio que construimos para nuestro espíritu. 

Por ello, siempre debemos ser reflexivos, por no decir sabios, con la elección del tiempo que pasamos en calma con uno mismo, pues este tiempo será similar a realizar un paseo por el azul del mar, y de la paz interna depende que ese viaje solitario sea un tormento, o un momento digno de atesorar.

¡Hasta la próxima!

Postdata: No cualquier persona es buena compañía para nuestra soledad.

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