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UN INFIERNO BONITO

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“EL PANADERO”

El señor Mateo era un panadero de primera clase, vivía en el barrio El Arbolito. En su casa tenía su amasijo y era especialista en hacer bolillos, teleras, cocoles, campechanas; también era bueno para el bizcocho, pues tenía un chingo de hijos. Diariamente pasaba por todo el barrio cargando un canasto de pan, parecía sombrero de mariachi, y la cabeza se le iba de lado. Era un hombre alto, flaco, y estaba más amarillo que un chale, por las desveladas y por las chingas que llevaba, ya que trabaja todas las noches como las mujeres malas.
Por el trabajo, se le había hecho un genio de todos los diablos. Cuando se le paraba una mosca, la seguía con un periódico hecho taco y no descansaba hasta darle en la madre. Su vieja se llamaba Pilar, era una señora muy buena onda, que siempre le llevaba la corriente para tenerlo contento. Sus hijos estaban educados a madrazos, y vivían en la calle de Reforma 112, junto a la peluquería del “Garbanzo”. El panadero no aceptaba ninguna queja de ellos. La señora, por la mañana los mandaba a jugar a varias cuadras de su casa para que dejaran dormir a su padre. Ella caminaba de puntitas para no hacerle ruido a su viejo, porque se paraba de malas. Además debería tener las cortinas gruesas que taparan la luz, y había veces que doña Pilar andaba tentaleando las paredes para que no se cayera. Un día se le cayó una cacerola que hizo mucho ruido, espantando a Mateo, que se cayó de la cama. Despertó echando madres, y comenzaron a pelear:
¿Qué pasó, vieja pendeja?
Se me cayó la olla, pero duérmete.
Te he dicho miles de veces que cuando despierto ya no puedo dormir. Habías de tener más cuidado. ¡Chinga! Me la pasó trabajando y parece que no puedes cuidarme el sueño.
Es que no veo, viejo. Las puertas están cerradas, las ventanas tapadas y tengo que caminar como si estuviera cieguita. Me di un tropezón y me pegué en la cabeza, y por eso solté la hoya. Pero es tarde, párate a dar un baño y al agua le echo lechuga para que te agarre el sueño.
Mejor voy a la tienda a comprar unos costales de harina.
Si quieres voy contigo para ayudarte, luego se te doblan las patas, sirve de que te amarro un costal en cada lado.
Como don Mateo hacía pan casero antes de las 7 de la mañana, lo andaba repartiendo por callejones y calles. Gritaba a todo pulmón para que lo escucharan y espantaba a todos los perros. La gente salía con las bolsas en la mano:
Señor, déme dos teleras y 3 cocoles.
A mí me da una concha, dos campechanas, un cuerno y una rosca.
Esa era la rutina de todos los días. Muchas veces se le quedaba el pan y se lo tenían que comer, tres veces al día, la señora y sus hijos. Una vez su mujer se armó de valor y cuando estaban comiendo, le dijo:
Me deberías de dar otro poco más de dinero, viejo, para que compre un pollito. Tenemos varios meses que comemos cocoles y bolillos todos los días.
Ni modo, vieja, la gente hay veces que no me compra pan, prefiere comer tortillas, haciendo tostadas con sal. Con eso de la crisis mundial, que a nosotros nos vale madre, el pinche gobierno nos tiene muertos de hambre.
Como el panadero no tenía tiempo de meterse a chupar a una cantina, se compraba un pomo de tequila y él solito se lo chupaba. Había veces que los cálculos le fallaban y hacía bolillos que parecían teleras y cocoles que parecían bolillos. No faltaba que el sueño lo venciera y se quedara dormido, y se le quemaba el pan. Por eso su vieja estaba a las vivas, y al momento que olía a pan quemado, corría y lo despertaba:
¡Viejo! Se te están quemando las teleras.
¡Ay, cabrón!
Entre los dos les echaban cubetas de agua. Un día subió por el callejón que da al cerro y, de pronto, le salió un perro corriendo. Por más que quiso espantarlo, lo mordió:
     –     ¡Ayyy! Pinche perro cabrón.
Por el dolor y es susto, tiro el canasto del pan. Los chamacos salieron y agarraron el pan llevándoselo a sus casas. El panadero, haciendo gestos, les gritaba:
Chachos jijos de la chingada, regresen el pan.
Los vecinos salieron a ayudarle a levantarlo, pero sólo quedó el canasto vacío. Legó a su casa rengueando y llorando de coraje. Al verlo su señora se espantó y, sorprendida, le preguntó:
¿Qué te pasó viejo?
Me mordió un pinche perro, me duele mucho.
¡Dios mío! Vienes sangrando, la sangre te escurre hasta las patas. Déjame que te cure. Acuéstate en la cama.
La señora, con mucho cuidado, le bajó los pantalones con todo y calzones, y le dijo:
¡Qué barbaridad! Por un pelito te arranca un pedazo de nalga. Tienes que ir a quejarte con el dueño del animal, para que te pague las curaciones, y te tiene que dar una indemnización, qué tal si te da rabia. No vaya a ser el diablo y nos agarres a mordidas.
Horas después, el panadero temblaba de pies a cabeza. Sus dientes le castañeaban. Doña Pilar le echó varias cobijas, porque temblaba como gelatina. Fue a buscar a su suegra para que le diera un remedio, y le dijo doña Pilar:
Mírelo, suegra, tiene rato que está moviéndose, parece que tiene chincual, por eso la fui a traer. A mí se me hace que el perro que lo mordió tenía rabia. Me dan ganas de amarrarle el hocico, no nos vaya a morder.
La señora Josefa, la mamá de Mateo, se le acercó con miedo, para ponerle la mano en la frente, para ver si tenía calentura. En esos momentos al panadero, le estaba dando un shock y comenzó a hablar incoherencias:
¡Ay! Por favor, saquen a este pinche perro de aquí, me quiere morder.
Cálmate, viejo, es tu jefa, que viene a curarte.
La señora le dijo a su nuera Pilar, que Mateo tenía fiebre alta, que era mejor que se lo llevaran al hospital. Pidieron la ambulancia y lo internaron. Doña Pilar no dejaba de llorar como sirena de ambulancia. Por más que le decían los médicos que se callara, lo hacía muy fuerte. Hasta que recibió la noticia de que a Mateo le había cedido la fiebre y estaba fuera de peligro. La señora quería pasar a verlo porque era como Santo Tomás, hasta no ver no creer. No la dejaron. Le dijeron que se presentara al día siguiente. Muy temprano, llegó y habló con su viejo:
¿Cómo estás, viejito? Verdad de Dios que pensé que te ibas al Valle de las Calacas. Estabas colorado como camarón y hablabas puras pendejadas.
No sé cómo le vayas a hacer, pero dice el médico que se me infectó mucho la herida, y me va a tener en observación hasta que traigan al perro y le den en madre; y le abran la cholla para ver si no tiene rabia. Tienes que trabajar la panadería, si no para qué quieres que después trabajemos con números rojos.
No te apures, viejo, ni te preocupes, yo haré tu trabajo, por la noche el pan y por las mañanas voy a venderlo. Solo que me voy a llevar un garrote para desmadrar a cuanto perro encuentre en la calle, no vaya ser que me chinguen como a ti.
Tienes mucho cuidado al prender el horno, no te vaya a explotar y quedes como chicharrón.
Ya te dije que no te preocupes, no es la primera vez que lo hago. Además para eso soy muy chingona. Ya me voy porque está oscureciendo. Tengo que hacer la masa y voy a hacer mejor pan que los hermanos Reyes, los de la comedia. Pórtate muy bien, ya te vi cómo mirabas a la enfermera que estaba sentada con las patas abiertas.
Ya vete, por favor, no me hagas encabronar.
Doña Pilar llegó a su casa sudando la gota gorda porque se la aventó caminando del hospital al barrio. Comenzó a echarle agua a la harina, sal, y empezó a trabajar. Le daba el toque femenino a los bolillos y teleras, para que le quedaran muy coquetas. Echó varias charolas al horno, y por el cansancio, se quedó completamente dormida, con la boca abierta y le escurría la baba. Roncaba como un león muy encabronado, que espantaba a los perros. De repente la despertaron las llamas que salían del horno:
¡Ay, güey!
Salió corriendo a la calle, gritando como loca:
¡Por favor, llamen a los bomberos, se está quemando mi casa!
Los vecinos hicieron cadenita con cubetas de agua para tratar de apagar la quemazón. Cuando llegaron los bomberos, sólo encontraron cenizas. Le dijo su comadrita Julieta:
¿Qué le pasó comadrita?
Todo estaba saliendo al pie de la letra. Encontré medio pomo de tequila de lo que se empina mi viejo y me lo chingué. Yo creo que me empedó, porque me quedé dormida. Lo cabrón es que se quemó toda la casa. Apenas nos dio tiempo de sacar a mis hijos, que parecían carboneros. Lo cabrón está con qué mamada le voy a salir Mateo, que depositó en mí toda su confianza. Si no se murió por la mordida que le dio el pinche perro, se va a morir del coraje.
Ya le avisó a su suegra.
Le tengo que avisar a la vieja, que también me va a cajetear por pendeja. ¡Pero cómo me fue a ganar el sueño!
Ya comadrita, no se lamente.
Quien me la va a mentar va a ser su compadre.
Pasaron dos días, y dieron de alta a Mateo. Estaba preocupado porque su vieja no se paraba en el hospital. Llegó a su casa y sólo encontró pedazos de barda, con el techo en el suelo. Pensó que se había equivocado, y miró el número varias veces, hasta que se decidió a entrar, y por poco se desmaya al verla en ruinas. Regañó a su vieja, quien le contó lo que había pasado. Mateo estaba apunto de darle en la madre, y mejor le gritó:
Cómo serás pendeja, vieja babosa, ahora qué vamos a hacer.
Ya para tu carro, cabrón, un accidente le pasa a cualquiera. Yo voy a trabajar.
Doña Pilar, para ayudar a reparar los daños, se puso a vender tamales y los que le sobraban los vendía encuerados. Nunca hizo tortas de tamal para vender porque odiaba las teleras.