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UN INFIERNO BONITO

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EN EL PERSONAJE DEL BARRIO DE HOY:                                                                                                                                                                  

“EL PATACHÍN”

José Hernández Pérez, desde joven, trabajó en varias minas de Pachuca pero como era muy faltista lo corrían de una y se iba a dar de alta en otra. En aquellos tiempos en la Compañía Real del Monte y Pachuca tenían miles de trabajadores y con tal de tener gente aceptaban a quien llegara solo como nuevo, sin contar los años trabajando. Al pasar el tiempo se accidentó, cayéndose de un chiflón, y se rompió una pata. Le dieron atención mientras se aliviaba, pero al ver que rengueaba lo corrieron de la mina.
Se dedicó a hacer chambitas de lo que le cayera: como albañil, pintor; pero le gustaba el pulque de a madres, y como estaba rengo le pusieron de apodo “El Patachín”.
Vivía en uno de los populosos barrios altos, el nombrado La Palma, en el callejón de Manuel Doblado que está muy angosto y oscuro. Se escuchaban los comentarios de los vecinos de que por la noche sin luna se escuchaba ladrar a los perros, el viento soplaba y aparecía una sombra que no dejaba pasar a nadie. Algunos no aguantaron y del susto se murieron, pero había otros que quedaban amarillos y flacos como si estuvieran chorrillentos, lo que daba fe de lo que la gente contaba.
La noticia se corría de boca en boca, y José Hernández, un ex minero de 70 años, decía que los espantos a él se la pelaban, y si le salía una bruja se la empinaba, que él no le tenía miedo ni al diablo. Como le faltaba una pata y al caminar rengueaba,  por eso le decían “El Patachín”. Vivía en una vecindad muy vieja, donde había casas derrumbadas  y muchas de las viviendas no tenían luz eléctrica.
La mayoría de los vecinos tenían que dormirse como pollos porque cuando comenzaba a oscurecer se escuchaban ruidos raros y decían que espantaban. Al “Patachin” le valía madre, como siempre andaba borracho llegaba a la hora que fuera. Para que su vieja le echara la mano y lo ayudara a llegar a su casa, en la entrada de la vecindad le silbaba como arriero, espantando a los perros que no dejan de ladrar, haciendo que los vecinos se acurrucaran y se encomendaran a Dios. Pensaban que era un alma en pena y le pedían a Dios, de todo corazón, que a madrazos se lo llevara al infierno.
Serafina, la vieja del “Patachin” salía con una lámpara de carburo para ayudarlo a cruzar el patio, no se fuera a  romper la pata buena y el hocico, y lo regañaba:
¡Ya ni la chingas José; estaba durmiendo a todas emes, y me despiertas con tus chiflidotes!
Es para que eches la luz, hay tanto pinche agujero en el patio, que me vaya a quebrar la otra pata! Además, siempre lo haces, para qué respingas.
Estaba soñando que me sacaba la lotería,  cuando iba a cobrar el premio me despiertas. Pero te digo que es la última vez que vengo.
¿A poco te vas a morir?  ¡No la chingues!  La vida es tan bonita, que hay que gozarla. ¡Acompáñame al baño!
La señora Serafina, diciéndole de cosas, lo acompañó.
¡Apúrate, cabrón, ya llevas mucho tiempo!
¡Oh! Parece que me lo estás tomando.
 ¡Es que vi una sombra, los perros no dejan de ladrar, yo mejor me voy!
Diciendo y haciendo, la señora Serafina corrió para su casa, dejando a su viejo pujando en el excusado. Al llegar,  atrancó la puerta y se metió en medio de sus hijos, en la cama. Poco después escuchó que arrastraban la pata, era su viejo que también llegaba espantado. Al tocar y no le abrían, le dio de patadas a la puerta.
¡Vas a tirar la puerta! Pinche viejo loco.
¡Pues abre,  me cae que te voy a madrear, ¿por qué te viniste?, ni papel me dejaste.
¡Verdad de Dios, que vi a un muerto! Era una calaca, levantó las manos para agarrarme, por eso me vine, atranqué la puerta porque me siguió, y no fuera a espantar a los niños, luego se hacen diabéticos.
Son tus pecadotes, ¡pinche vieja! Así has de tener tu conciencia de cochina, los muertos,  muertos están  y no regresan, si eso fuera,  tu jefa me  estaría molestando. Dame de cenar y borrón y cuenta nueva.
¡Escucha los perros! ¡Ay nanita! Para mí que anda un espanto suelto,  yo por las moscas,  no me muevo de aquí,  sírvete lo que encuentres. ¡Tienes valor porque vienes tomado, pero yo estoy en mi juicio!
No seas cobarde, vieja,  yo pensaba llevarte de campamento al monte, pero veo que le sacas,  levántate  y vamos a que me enseñes qué viste.
¡Ve tú! Te digo que era una  pinche calaca, me puse chinita,  por poco y se me doblan las patas. ¡Tú por estar de cagón, no te diste cuenta! ¡Escucha los perros, no dejan de ladrar!
¡Esos perros ladran de hambre, si fuera un espanto ya se hubieran callado el hocico.
 Entonces qué será, a lo mejor es un ladrón,  porque a Juanita le robaron sus cobijas que lavó ayer, las dejó tendidas.
¡No mames! Ora sí te contradices, ¿no que habías visto una calaca? ¡A ver, sóplame, a lo mejor la peda eres tú!
¿A poco crees que somos iguales, pendejo?,  vivimos juntos pero no revueltos.
¡No me insultes, vieja! porque me cae que te puedo parar y llevarte de las greñas. ¿A poco crees que ya se me olvido que me dejaste en el excusado? ¡Qué tal si hubiera sido un depravado  y me agarra con los pantalones en la mano. ¿Aquí tenía una botella de caña. ¿Dónde la dejaste?
Está arriba del trastero, la subí por los muchachos, nomás me descuido y le dan un pegue. Se parecen a ti, todo lo que encuentran se chupan.
José, mientras cenaba un plato de frijoles, se aventó media botella de caña, y le dijo a su vieja:
¡Vente, acompáñame, te voy a comprobar que no hay ningún espanto!
“El Patachín” hablaba como loco, porque la señora estaba roncando. La fue a jalar de un brazo.
¡Estate quieto, ahorita ni lo pienses,  vas a despertar al niño,  va a creer que ya amaneció y va querer de comer.
¡Pues acompáñame! Quiero enseñarte que en la vecindad no hay fantasmas, si encuentro uno, delante de ti me lo empino.
La señora sabía que su viejo cuando estaba borracho era más necio que un diputado, y si lo hacía enojar se la llevaba a huevo.
¡Cómo jodes! Me cae que no tienes madre.
Lo único que quiero es que me acompañes a dar un rondín en toda la vecindad para que desde hoy en adelante duermas tranquila. Me voy a llevar un palo por si algún perro se me pone  al brinco.
Bostezando y abriendo la boca como cocodrilo, la señora complació a su viejo acompañándolo entre la oscuridad, recorriendo la vecindad. Pasaba de la medianoche, los perros ladraban y el viento soplaba.
¡Ya, viejo, ya estoy convencida de que no hay fantasmas, vámonos a dormir!
¡No me des por mi lado porque me cae de madre que eso me saca de quicio, que me quieran seguir la corriente! Te voy a llevar hasta el último rincón de la vecindad, donde se han caído las casas. ¡Ten la lámpara!, no vaya a ser que a lo mejor tengas razón, me salga un muerto, y no puedo darle en la madre por tener las manos ocupadas.
Llegaron  hasta donde terminaba la vecindad. José obligó a su vieja a meterse a los cuartos desocupados.
¡No tiembles, vieja! Suenas como maraca.  ¿Por qué tienes miedo, si vienes con un hombre?
No tiemblo de miedo sino de frío, vengo en fondo, solo traigo un rebozo.
Bueno vámonos, me da mucho gusto que quedaste segura de que en esta vecindad no hay espantos, y al ratón les cuentas a las vecinas que te aventaste como el gorras y que es puro cuento de que sale el hombre sin cabeza y el charro negro.
De momento la señora se tropezó y se cayó, gritó y espantó a “El Patachín”. Aventó la lámpara y se quedaron a oscuras.
¡Cómo serás pendeja! Tú que llevas la luz te caes. ¿De qué te sirven los ojos de pescado que tienes en medio de los dedos de las patas?
¡Ayúdame, viejo, que me di buen madrazo en el cuadril. ¿Dónde quedó la lámpara?
Luego vengo a buscarla, te voy a llevar cargando de burrito.
José se llevó cargando a su señora en la espalda, la dejó en la cama, sacó unos cerillos, salió a buscar la lámpara. La señora pensó espantar a su viejo cuando entrara a su casa, para que se le quitara lo incrédulo. Por su parte, José pensó espantar a su vieja para que se le quitara lo miedosa. La señora se escondió detrás de la puerta, envuelta en una sábana blanca. “El Patachín” se quitó el sombrero y se despeinó para que su vieja se espantara. Cuando entró a su casa, los dos al mismo tiempo dijeron:
¡¡Buuuu!!
La señora se metió corriendo. “El Patachín” se salió haciendo lo mismo, se tropezó y se cayó abriéndose la cabeza. Por el escándalo los perros no dejaban de ladrar. Salieron los vecinos a ver qué pasaba. Entre todos lo metieron a su casa. Se le había bajado la briaga, y les dijo:
¡Era un muerto!  ¡Yo lo vi! Verdad de Dios.  ¡Estaba re feo el cabrón!
Desde entonces “El Patachín” llegó temprano a su casa, y creyó en los espantos. A sus cuates les contó lo que le había pasado, y todos le creyeron.