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UN INFIERNO BONITO

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EL ATLETA

Esta es la verdadera historia de un deportista llamado Manuel López Hernández, conocido en el bajo mundo como “El Memelas”. Era un famoso panadero, muy bueno para el bizcocho, las donas y las teleras, pues tenía muchos hijos. Le gustaba mucho el deporte, era corredor de grandes distancias y se aventaba los maratones. Como todos los panaderos, estaba  descolorido, oliendo a harina, alto, flaco, con ojos de bruja por las desveladas. Estaba casado con Anita la huerfanita, una señora muy buena gente, comprensiva, como ella ya no hay. Tenía 11 hijos y eran muy felices.

Vivía en la calle de Candelario Rivas, en el barrio del Arbolito. No se juntaba con amigos, no le gustaba tomar, era todo un gato ratonero; del trabajo a su casa. Nunca faltaba a su trabajo, luego se subía al cerro del Cuixi para tener condición. Su vieja lo tenía bien medido, sabía a qué horas sacaba a sus hijos a dar la vuelta para que su esposo se durmiera y no le hicieran ruido. También ella tenía que caminar de puntitas como bailarina, y sacar todas las moscas. Ponía una cortina grande para que no le entrara la luz.

Cada que “El Memelas” corría lo acompañaba toda su familia para echarle porras, aunque siempre llegaba al último. Cada que había competencias se iba a apuntar; eran en distintas partes, todos los domingos. Llevaba varios años participando y nunca había ganado un trofeo, una medalla, ni siquiera un diploma. Su vieja lo comprendía. El pobre se rajaba la madre toda la noche, como pinche burro. Luego el niño chiquito, que le salió muy chillón, que no le dejaba dormir en la mañana. Estaba echo un palo (sin albur) y le decía:

  • Duérmete un ratito, viejo, para que descanses. Mañana es la carrera y va a estar muy dura. Se te vayan a doblar las patas, y ten mucho cuidado porque luego las carreras las hacen en las calles por donde pasan los coches, luego les pasan rasurando las nalgas.

  • No te preocupes, esta vez tengo que ganarla a huevo. Son 5 kilómetros, como me he estado preparando, me los chingo en 18 minutos. Estoy muy entrenado, que una liebre me la pela.

  • Te aconsejo que no vayas a trabajar para que estés descansado. Pide permiso, desde que estamos casados nunca has faltado. Como dice el dicho, una vez al año no hace daño.

  • Es lo que yo quisiera, pero mi pinche patrón es capaz de castigarme una semana. Como soy el que hago la telera, es la que la gente más compra porque es muy barata.

  • Si quieres le voy avisar que estás malo, que no te para el chorrillo. Como tienes cara de empachado, me lo cree. Le voy a decir que me dan ganas de darte un hueso de aguacate para que te tape.

  • No vieja, un policía y un panadero nunca deben faltar a su trabajo: el policía por la mordida y el panadero para hacer el pan y que lo muerdan. Eso grábatelo.

  • Es que me preocupas mucho. Estás tan seco que cuando te paras contra la luz se te ven los huesos. Tienes esqueleto de mosco.

  • Eso de que se me ven los huesos, está muy bien, así sabemos que no me falta ninguno, pero como tú dices, me voy a echar un coyotito. Si me sigo de filo me despiertas.

  • Me llevo a los niños a dar una vuelta, luego paso por mi mandado para que no te hagan ruido.

Pasaron las horas, y “El Memelas” roncaba como olla de frijoles, y la señora lo despertó:

  • Ya viejo, vete enfriando, son las 9 de la noche, para que te dé tiempo de cenar.

  • Ah chinga, eso de trabajar como las mujeres malas, de noche, está cabrón.

El Memelas estiraba los brazos, bostezaba abriendo el hocico como cocodrilo, que se le veían las tripas. La señora lo regañó:

  • Ya deja de bostezar, hablas y no te entiendo nada.

  • No estoy diciendo nada.

Por fin llegó la hora de competir en la Carrera de Antorchas que cada año, el 11 de julio, los mineros organizaban. Salían de la calle de Belisario Domínguez, seguían por la calle de Morelos, daban vuelta por la iglesia de la Asunción, se iban por Venustiano Carranza, tomaban la calle de Guerrero, Plaza Juárez, daban vuelta para irse por la avenida Revolución, hasta llegar a la meta en Belisario Domínguez. Corrían aproximadamente unos 200 competidores.

El Memelas ya estaba listo. Sus hijos estaban en primera fila. Su vieja le untaba una pomada y él hacía ejercicios de calentamiento. Movía las patas que parecía que bailaba Charlestón. Llamaban a los competidores y Manuel se colocó al frente de más de 200 corredores.

Cuando escuchó el balazo, salió como pinche diablo, dejando atrás a todos. Había recorrido como 100 metros cuando le dio el dolor de caballo. Tuvo que aflojar el paso. Los atletas lo pasaban uno a uno. Daban su recorrido, iban llegando a la meta. Así llegaron los tres primeros lugares. Pasó media hora. “El Memelas” no aparecía. Llamaron los organizadores a los tres ganadores y les entregaron los premios. La gente se retiró. Pasó otra media hora y solamente, sentados en la banqueta, estaban Anita la huerfanita y sus hijos. Llegó y parecía borracho. Se iba de un lado a otro, estaba bañado en sudor,. Para darle ánimo, le aplaudieron. La señora corrió a alcanzarlo. Lo abrazó y le dijo en la oreja:

  • Tú puedes, viejo. Échale ganas.

  • ¿Y los demás?

  • Ya han de estar durmiendo. ¿Qué te pasó? ¿Por qué tardaste tanto?

El Memelas le dijo:

  • Quién sabe qué me pasó. Me perdí de ruta. Tenía que llegar al centro y llegue a San Bartolo. Tuve que regresarme. Casi me aventé 15 kilómetros corriendo.

Su vieja le seguía la corriente. No encontraba palabras para decirle que dejara de correr, porque valía madre. Regresaron a su casa y todo el camino iban en silencio. Hasta sus hijos comprendían que era pendejo. Pasaron los días, las semanas. Todo quedó en el olvido. Pero una vez llegó contento y le dijo a su esposa:

  • Qué crees vieja, ya me apunté para correr el maratón de 42 kilómetros. Ahora sí voy a ganar.

A la señora la agarró en un momento de malas, y se la soltó. Tuvieron un fuerte disgusto.

– Ya deja de hacerle al pendejo, si en la carrera de 5 kilómetros la hiciste  en 4 horas, el maratón, que tiene 42, vas a hacer una semana, eso si llegas. La verdad no te lo quería  decir, pero una pinche tortuga corre más rápido que tú. Ya deja eso por la paz. Un día Dios no lo quiera, te va a dar un  infarto y te vas a quedar tirado a media calle. Yo te lo digo porque ¿quién va a mantener a tus hijos?

– Con que en esas vamos. En lugar de darme ánimos me chingas. Soy corredor profesional. Lo que pasa es que me ha fallado la técnica.

– No sueñes. Dedícate a correr los 100 metros, a ver si llegas.

– Esas son carreras para pendejos,

– ¿Y tú qué eres?

– Bueno, ya cállate el hocico, y dame de comer. Siempre me has apoyado, no sé ahora qué es lo que te picó.

– Vive feliz en tu ignorancia, sacarte de ella es como matarte.

La señora le iba a seguir diciendo sus cosas, pero se quedó callada, comprendió que su marido, como atleta nada más tenía el pie. Trató de evitar toda clase de pláticas deportivas, y ya no hablaron del asunto. Pasó el tiempo. “El Memelas” llegaba como caballo sudado. Les comentaba, a ella y a sus hijos, que andaba entrenando, pero ni lo pelaban. El día de la carrera le avisó a su vieja. Ella no le contestó.

  • ¿Qué pasó, no vas a acompañarme?

  • ¡No¡

  • ¿Por qué? Dime, ¿acaso ya te cansaste de mí? Esta vez te juro que voy a ganar el maratón y me retiro. Vamos.

  • Ya no quiero que se burlen de ti. Me da mucha pena ver cómo se ríen y te la mientan los competidores. Te dicen el soñador.

  • No te chispes, vieja. No seas gacha, no me dejes solo. Hoy que te necesito, la mejor mula se me echa. A todos los corredores los tengo muy bien medidos, y me caí que ahora voy a ganar. Les voy a demostrar lo que soy, y no lo que me dicen.

La señora se sentó a la orilla de la cama, se tapó la cara con  las manos y comenzó a llorar de tristeza al negarse acompañarlo, ese día no fueron. “El Memelas” se fue de a perro, llevando en la mente la idea que iba a ganar. Solo, cansado y sin ilusiones, con su mochila en el hombro, con  los brazos caídos, como si le pesaran las nalgas, llegó al lugar donde comenzaba la carrera.

Cuando dieron la salida “El Memelas” salió de zancadas, parecía el Tribilín, corriendo y saltando con las piernas abiertas. Aguantando, llegó a los 10 kilómetros. Iba en tercer lugar; cuando pasó los 20, en segundo. No soltó el paso, por el contrario, le echó todas las ganas y entró solo a la meta. Escuchó muchos aplausos. Los jueces lo felicitaban. Había ganado el maratón de 42 kilómetros. Los corredores que se burlaban de él, no lo podían creer.

Le dieron como premio una gran copa y 50 mil pesos, además de un diploma de primer lugar. Algunos aficionados del atletismo, por varios minutos lo pasearon en hombros. Las lágrimas se le salieron, pero no de alegría, sino que se sentía solo. Le hacían falta su vieja y sus hijos. Pero luego se dio cuenta que la salada era su señora, porque cuando iba nunca ganaba, y cuando no lo acompañó, ganó. Lo que siempre soñó.

Siguió corriendo por muchos años, tantos que llegó a los 75 años. Anunció su retiro un 28 de agosto, cuando se celebraba el día del anciano. Su señora le pidió perdón por todo el tiempo que no lo acompañó, pero su decisión  era para que lo acompañara junto con todos sus hijos como lo hacían cuando eran unos niños.

A Manuel le dio mucho gusto y le dijo a su mujer que como en los viejos tiempos, y toda la familia fue a verlo participar en una caminata que les hacían el día del abuelo.

Participó con ellos en la caminata de 500 metros. Llegó bien encabronado porque un viejito le ganó. No cabía duda que su vieja era la que estaba salada.

gatoseco98@yahoo.com.mx