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UN INFIERNO BONITO

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UNA TRAGEDIA QUE JAMÁS OLVIDARÉ

Era 19 de septiembre de 1985. Ya había visto en la televisión que hubo un temblor en la ciudad de México a las 7 de la mañana. Eran las 11 horas del día cuando Arturo Herrera Cabañas, que en aquel tiempo era presidente de la Asociación de excursionismo, alpinismo y exploraciones en el Estado de Hidalgo, me mandó llamar, que me presentara en la Plaza Juárez y que llevara lo que tuviera de equipo de escalamiento.

 

Había recibido órdenes del gobernador para que saliéramos 20 alpinistas calificados a México para rescatar a sobrevivientes del temblor que estaban atrapados en lo alto de los edificios dañados. Nos juntamos alpinistas de los clubes Antonio Rodríguez, del Tigres de la Montaña, Club Azteca, Teotlalpan y varios del Club Alpino Comando Halcones, al cual pertenecía.

Salimos al medio día en un camión del Sindicato Industrial de Trabajadores Mineros y Metalúrgicos de la República Mexicana Sección 1. Todo el camino la verdad casi ni hablamos, íbamos pensativos por la peligrosa misión que nos habían encomendado. Llegamos cerca de las dos de la tarde, ya nos esperaba un guía que nos llevaría a los lugares donde íbamos a participar.

Llegamos a la calle de San Juan de Letrán, entramos al edifico de la torre latinoamericana a las oficinas del Socorro Alpino de México. Ahí nos dieron unos pants de varios colores que nos identificarían para poder entrar a todas las zonas de desastre. Ya eran las 4 de la tarde cuando salimos a cumplir nuestra misión.

Al pasar por la calle de Perú, a unas cuadras de donde se encuentra La arena Coliseo, estaba una casa de dos pisos a una altura de 30 metros a punto de derrumbarse, había gente adentro. Desenredamos las cuerdas y empezamos a buscar la manera de cómo subir para llegar hasta donde ellos estaban, las escaleras se habían caído. Teníamos que subir escalando una pared para llegar a la azotea, y después descender por una ventana para entrar a la casa, que no era fácil.

Subí a la azotea junto con otros tres compañeros más, amarramos los cables en el tanque del agua y bajé entrando por la ventana, ahí se encontraba una familia, un hombre, su esposa,  sus hijos de 9, 7, y 3 años de edad, sentados alrededor de la mesa resignados a morir, no hacían ningún movimiento y permanecieron sentados mirándonos sin decir nada.

Le dije que éramos rescatistas y tenían que salir lo más pronto posible porque se podría caer la casa, la señora y sus niños lloraban, el hombre dijo que  ese era su patrimonio y ahí se quedaría a la voluntad de Dios. Aseguré la cuerda en un tubo de la pared y eché una de las puntas abajo, no había tiempo de convencerlos, tomé al niño que no dejaba de llorar, lo amarré y lo bajamos. En el piso lo estaban esperando los otros compañeros, luego a los demás, no había tiempo de bajarlos en rapel, sino descolgándolos.

Con mucho cuidado pero con rapidez sacamos a la familia, y se los llevaron a  donde les dieron los primeros auxilios.

Después nosotros con la experiencia que tenemos, yo era el último, atravesé el cable bajándome con uno en cada mano, al llegar, la pared alta crujió y comenzaron a caer piedras de arriba, escuchamos un ruido y corrimos, y vimos con ojos desorbitados que la casa se vino abajo, unos segundos más y hubiéramos quedado apachurrados.

Habíamos perdido el equipo de cables, mochilas y guates, pero no había tiempo para lamentar, ni tampoco comentar lo que había pasado, nos subimos al camión y nos dirigimos al Edifico Topeca, estaba totalmente destruido y nos dijeron que no había supervivientes.

Eran las 6 de la tarde, llegamos al Hospital Juárez donde los edificios estaban encimados uno tras otro, los soldados habían acordonado el lugar, dejando libre donde podríamos entrar todos los rescatistas. Había una gran fila y lo hacían por grupos de salvamento.

Era una cosa horrible, la gente caminaba de un lugar a otro, algunos estaban arriba echando piedras abajo para tratar de buscar alguna grieta para entrar.

La gente lloraba, los médicos se sentían impotentes, había un olor que causaba nauseas, ahí era el momento de demostrar nuestra valentía, nuestros conocimientos, y aguantar la angustia y desesperación. Era imposible tratar de salvar alguno de los que estaban adentro atrapados, muertos, apachurrados.

Nos formamos para entrar, escuchamos que llamaban a los de Pachuca, nos identificamos y entramos, por donde miráramos estaba el desastre. Arturo y los demás se fueron a buscar algunas de las entradas, mientras que junto con mis compañeros del Halcones, hicimos lo mismo, eran las 8 de la noche, teníamos que utilizar las lámparas.

Nosotros estábamos capacitados para entrar a grutas, pero lo difícil era que eran angostas las ranuras y con alguna herramienta de las mismas varillas tendríamos que ir abriendo, buscando el camino, debajo de miles de toneladas de piedra para ayudar a los que estaban dentro.

Yo era el primero, donde terminaban mis pies estaba la cabeza de otro compañero, y así sucesivamente, centímetro a centímetro íbamos  arrastrándonos. Estaba tan estucho que apenas podíamos movernos, y con mucha calma lo hacíamos, lo que yo hablaba lo repetía el otro, hasta llegar afuera, donde estaban los socorristas de la  Cruz Roja.

Las horas pasaban sin sentirlas, en un agujero vi una cobija de bebe, y escuché el llanto de un niño, que con muchísimo trabajo logré agarrarlo, y haciendo no sé cómo, lo pasé al otro hasta que lo sacaron y seguí adelante. A unos centímetros estaba el cuerpo de una mujer, creo que era una enfermera por la vestimenta blanca. La jalaba pero no podía moverla, me di cuenta que estaba muerta, logré quitar algunas piedras y hacer un montón a un lado, pero una vara le estaba presionando una pierna. Les dije que no podía sacarla porque tenía una pierna prensada, la voz se corrió y en unos minutos llegó a mis manos un serrote, me dijeron que se la cortara para  sacarla, me acomodé y comencé a cortar.  Me mandaron un lazo, que lo metí entre sus hombros haciendo un nudo en la espalda y les dije que la jalaran.

La sacaron, les informé que ya no podía seguir adelante porque había un muro, me dijeron que retrocediera, arrastrándome salí, no sabía qué hacer.  Ya de madrugada del día 20 de septiembre, no se me quitaba de la mente que le había cortado la pierna a la mujer, traté de borrar  todos esos pensamientos porque no era hora de meditar, había que seguir adelante.

Ya había amanecido, me dieron café, escuché decir que necesitaban personal que tuviera conocimiento de enfermería, les dije que yo era enfermero, me llevaron a un lugar en donde a los cadáveres se les  tenía que poner el Formol, para que no se echaran a perder. Les inyectaba con jeringas grandes los ojos, el corazón, las extremidades, pero eran tantos que apenas me daba abasto; mis fuerzas por el dolor que sentía, por lo que estaba haciendo estaba a punto de vencerme.

Se trabajaba rápido, al cadáver le lavaban la cara con una maguera, le sacaban una foto, me la pasaban, los echaban en una bolsa con un número, amarraban la bolsa y la aventaban en un camión, y se lo llevaban. Eran las 3 de la tarde,  me sacaron a descansar, me vacunaron, y nos dijeron que nuestra misión había terminado porque llegaban otros.

Me subí al camión, me senté a recordar lo que había pasado, un sueño, una pesadilla en el fondo del infierno. En la mina había visto morir a compañeros aplastados por una pegadora; alpinistas que se caían de las alturas haciéndose pedazos en el suelo; yo que había sido comandante de rescate de la Cruz Roja y había presenciado accidentes de los peores, no se comparaban con lo que había vivido esos días.

Llegué a Pachuca, nos despedimos, y me tardó días, semanas, para olvidar lo que viví el 19 de septiembre de 1985. De eso tiene 30 años pero fue tan doloroso, que al escribir mi nota se me salieron las lágrimas.

 

SUCEDIERON ACCIDENTES INESPERADOS

Muerte en un asalto de autobús, le llegó una bala perdida. Un automovilista se derrapa y pega contra la barra de contención y adiós. Una pasajera murió de un balazo en el ojo izquierdo en el momento que asaltaban un autobús. Un agente de la Procuraduría General de la República viajaba en la misma unidad, y al ver lo que estaba pasando se metió a frustrar el asalto, resultó herido al forcejear con uno de los delincuentes para quitarle la pistola.

Pero para estar más seguro de los acontecimientos vamos desde el principio. El autobús salió del Estado de México con destino a Cuautepec, en Tulancingo Hidalgo. A la altura de Otumba los asaltatantes abandonaron su lugar para ponerse de pie, eran tres los desgraciados. Amagaron con la fusca a los pasajeros diciéndoles que eso era un asalto, que tenían que cooperar para que no salieran lastimados, y que no la hicieran de tos al entregar sus pertenecinas.

Al escuchar las palabras el agente investigador abrió un ojo, se llama Armando Alvarado Gómez de 40 años, al percatarse de que les estaban quitando las cosas de valor a los pasajeros, como billetera, relojes, aretes, cadenas de oro, dinero en efectivo… le brincó al que tenía en la mano el arma y al tratar de quitársela, la pistola se disparó y la bala le pegó a una pasajera de 35 años de edad que quedó herida de muerte. Hasta el momento no se sabe quién era.

La mujer era de tez blanca, cabello castaño ondulado, vestía un pantalón negro ajustado y una blusa de varios colores. Durante el forcejeo el agente investigador fue herido en el hombro derecho por uno de los asaltantes, que lo tumbó en el piso. Enseguida uno de los hampones le puso la pistola en la cara al chofer, de nombre Miguel Ángel Flores Gayoso de 29 años de edad, lo obligaron a detenerse a la altura de la glorieta hacia Axapusco, cerca del municipio de Emiliano Zapata, luego de que los asaltantes descendieron  del autobús número 172, placas de circulación 750JV-8, al chofer parece que le pusieron un cohete en la cola y a toda velocidad se dirigió a Ciudad Sahagún, con el fin de que les dieran atención medica a sus pasajeros que iban heridos y otros espantados.

Unas de las camionetas patrullas que se encontraban haciendo su recorrido en el poblado de Irolo, lo siguieron diciéndole en su altavoz que se orillara a la orilla, que no los obligaran a disparar. Pero el chofer no los peló, siguió adelante hasta llegar a la clínica 8 del Seguro Social. Ya se habían juntado un montón de uniformados y patrullas que se pararon en la puerta, pidieron que bajaran uno por uno, y que les dijeran cómo se llamaban.

El chofer habló con  el comándate y le contó lo que había pasado y fue cuando le echaron la mano. Bajaron a los heridos metiéndolos en la clínica, la mujer ya estaba muerta y al policía le dieron los primero auxilios, dijeron que la herida no es de peligro. Después se supo que estaba estable.

gatoseco98@yahoo.com.mx