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UN INFIERNO BONITO

UN INFIERNO BONITO

“LA CAVERNARIA”

Concha “La Cavernaria”, era una mujer que tenía fama de madreadora, hasta que un día se le apareció el diablo encuerado, cuando fue a hacer un reclamo le salió el tiro por la culata, pues para su desgracia, fue a bronquear a “La Caballota”, que tenía fama de putona, y vivía en una de las vecindades más arriba de la calle Candelario Rivas, en el barrio El Arbolito.

  • ¡Le vengo a hacer la primera  llamada para que se aleje de mi marido! La segunda es para partirle la madre en cachitos. Y la tercera es para que vaya a talonear con los diablos.
  • ¡Mire cómo tiemblo, pinche vieja chaparra! Váyase antes de que vuelen pedazos de mojón.
  • ¿Ah, sí? Pues vamos a ponerle Jorge al niño. ¡Con los puños tengo!
  • Jajaja. Déjame lavar las manos, yo siempre peleo a mano limpia.

Cuando menos lo esperaba “La Cavernaria”, “La Caballota” le aventó un campanazo, que por poco y le vuela la cabeza, la cruzó y le metió un gancho al hígado, la retachó en la pared, que su cabeza sonó hueco, le torció el brazo obligándola a que echara una maroma, cayendo de ranazo. Cuando estaba en el suelo, “La Caballota” se le montó y le azotó varias veces la cabeza contra el suelo.

“La Cavernaria” se levantó lentamente, toda apendejada, mirando para todos lados, agarrándose la cabeza para que no se le fuera a caer. Reaccionó cuando escuchó una voz:

  • ¡Y si quiere más, me avisa! O venga entrenada para que me dé el kilo, vieja chaparra.

Agarrándose de la pared y moviendo la cabeza en círculo, llegó vencida a la vecindad, y se metió a la casa de su comadre Pilar.

  • ¡Qué madriza le dieron, comadrita! Se fue a meter a la casa del lobo. Esa vieja es luchadora; tiene poco que ganó el campeonato del estado.
  • ¿Por qué no me lo dijo?
  • Porque usted nunca me lo preguntó. La semana pasada se aventó un round con Esperancita, la vieja del “Chicote”, y la madreó fácil. La azotó varias veces en el suelo, que le enderezó la joroba; luego le puso una quebradora, que hasta la fecha camina chueca. Esperancita casi no peleaba, para que no se le vieran los calzones, se bajaba el vestido. Había mucho viejo baboso.
  • ¡Pero déjemela, comadrita! Me cae que se la va a persignar conmigo, pues me voy a poner a entrenar.
  • Llévesela con calma. También  madreó a Irenita y ella está más mamada que usted.

“La Cavernaria” estaba tan enojada que no le hizo caso a las palabras de su comadre, cuando llegó a su casa, se puso a entrenar. Su viejo la encontró con las patas para arriba, haciendo bicicleta, y le dijo:

  • ¿Qué te pasa, vieja? Lo que no hiciste de joven lo quieres hacer de ruca. ¿Estás loca?
  • Estoy entrenando para darle en la madre a tu querida.
  • ¡No mames! La señora es una dama. Si la saludo es porque me cae bien desde que ganó la lucha; le di un abrazo de felicitación. Ya ves la gente como es de mal pensada. Dicen que me quiero subir a los caballitos.
  • ¡Pronto me vas a felicitar a mí! Porque me voy a aventar una lucha con ella a calzón quitado.
  • ¡Ya déjate de payasadas! ¿No te da vergüenza andar con esas mallas bien pegadas? Pareces mariachi de esos panzones. ¡Mírate al espejo! Tienes la ley del tordo: las piernas flacas y el culo gordo.
  • Todos los que me critiquen, botellita de vinagre. En unos cuantos días voy a estar como charrasca de zapatero.

Diariamente veíamos a doña Concha “La Cavernaria”, haciendo sentadillas, lagartijas, subía el cerro y bajaba corriendo, y movía los brazos como si fuera a volar. 

Con todo ese entrenamiento, no hacía de comer. Su viejo “El Gavilán”, y sus hijos ya estaban hasta la madre de tanto comer huevos y frijoles. No entendía, por más que le llamaban la atención.

  • ¡Deja los entrenamientos y dedícate a tus obligaciones del hogar! Tus hijos parecen calacas, no les das de comer.
  • No voy a descansar hasta que esté al cien por ciento de condición física. Nada más madreo a “La Caballota” y me dedico a lo mío.

Un día la señora Concha fue a ver a “El Charro”, un zapatero que en sus tiempos fue un magnífico luchador y había dejado la maroma por ponerse a chupar.

–    Lo vengo a ver, señor “Charro”, para que me enseñe todas las artes y marrullerías de la lucha libre. Quiero ser la mejor luchadora de Pachuca. ¡Pero eso sí! No se vaya a mandar y me vaya a meter la mano donde no debe.

–    Bueno, señora, para poderle enseñar tengo que agarrarle todo. ¿Cómo le voy a enseñar a poner la rana, el cangrejo, la quebradora, el caballito, la tapatía, el nudo de Tarzán? A huevo tengo que agarrar.

–    ¡Está bien, pero que sea en buena onda!

–    ¿Cuándo comenzamos y en dónde?

–    ¡Aquí mero! Nomás cerramos su changarro, traigo unos costales para echar maromas.

–    Ojalá y no se entere su esposo, porque cuando anda pedo, es traicionero.

–     No se preocupe. A ese güey ya lo traigo en la olla.

–    Siendo así, vamos a empezar dando maromas alrededor del cuarto para que se acostumbre a rodar. Si le tuercen la mano, se echa una maroma y ya no le duele.

La señora Concha “La Cavernaria”, daba de maromas como pinche chango sin parar. Muy temprano, todos los días, iba a sus clases de lucha libre, y en poco tiempo sabía aventar patadas voladoras y el tope borrego, que se aventaba desde lo alto. Martes y domingos, cuando  había luchas, no se las perdía, para aprender las mañas de los luchadores rudos. Y en unas semanas estaba lista para enfrentar a cualquiera. En unos papeles escribió el día y la hora en que le iba a partir la madre a “La Caballota”, y los repartió en la vecindad y a todos los del barrio. Al final del papel decía: P.D. Esta lucha es a morir. No deje de llevar flores.

La cita era el lunes, y no había aplazamiento para la contienda. La noticia corrió de boca en boca, y los hombres no se iban a perder esa lucha para echarse un taco de ojo cuando las viejas pararan las patas.

Llegó el día y la hora. “La Cavernaria” le dijo a “La Caballota”:

–     !Ahora sí! Vengo por la revancha. Vamos a ver de qué tigre salen más rayas,

La agarró de las greñas. Doña Concha se tiró al suelo, le puso la pata en la barriga y “La Caballota” salió volando por los aires; la levantó y la azotó al suelo, la volteó y le puso la llave del cangrejo. “La Caballota” llena de sangre y descalabrada, movía las manos, desesperada, en señal de que se rendía; pero no la soltaba, al contrario, le aplicaba más duro el castigo. La gente estaba tan emocionada, que nadie entraba a separarlas.

–        ¡Me doy!

–       ¿Te das? ¡Madres!

Le puso la quebradora, la tumbó, le picó los ojos, la jaló de las greñas, le dio un tope contra la pared, y la aventó para abajo de los escalones, quedando noqueada. Las vecinas la cargaron en hombros y le hicieron una pachanga, porque había vencido en una caída a la rajamadres del barrio.