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UN INFIERNO BONITO

“EL ZORRILLO”

Santos “El Zorrillo”, vivía en la última casa de la vecindad de Ocampo, con su greñuda vieja, peda igual que él. Faltaba mucho a su trabajo y buscaba la forma para incapacitarse. Trabajaba en la mina de San Juan, en Las Ruinas. Su maestro era “El Rabadilla”, siempre lo cajeteaba por huevón, pues faltaba mucho al trabajo, pero en el barrio era el rey de la baba, tomando pulque no había quién le ganara. 

Chupaba pulque, que daba miedo. Si vieja le salió mula, pues a pesar de que tomaba pulque muchachero, no la pudo empanzonar. Como no tenían hijos, les valía madre la vida. Debían dinero a todos los del barrio.

Cuando les iban a cobrar, les echaban un pinche perro bien bravo. Un día “El Zorrillo” estaba en la cantina, presumiendo su trabajo de la mina:

  • Una vez no quería ir a trabajar. Todavía no me casaba. Mi jefa me estaba chingue y chingue, que ya era tarde. Para que no estuviera como cuchillito de palo, me fui a trabajar. Llegué a la mina de mala gana, bajé mi gancho y me cambié de ropa; me metí a la jaula, escondiéndome de mi encargado para que no me mandara a traer herramienta. El calesero tocó y bajó poco a poco al tiro de la mina. Luego ¡madres! Que se va de chingadazo. Se chorreó la jaula. Fueron segundos. Yo nada más cerré los ojos. Me cae que me sudó la cola.

Los que estaban ahí lo escucharon con atención. Agarró la jarra de pulque, se la empinó, y al terminar se limpió el hocico con el dorso de la mano. Le dijo “El Memelas”:

  • ¡Pinche  “Zorrillo” chismoso! Si se chorreó la jaula te hubieras dado en toda tu madre. Yo soy calesero y conozco mucho de esas cosas. Mejor me voy a otra cantina, a donde no hablen pendejadas.
  • ¡Espérate, güey! Deja acabar de contarles. De momento, sentí que me hice enano y luego crecía de repente. Varios compitas se desmayaron y otros gritaron como locos. Ya para no hacerla de jamón, la jaula se controló y bajamos a 370 metros de profundidad, nos subimos a un motor y nos llevó a la mina de Santa Ana. Mi perforista no había ido a trabajar. Me dijo el encargado que me fuera como perforista. Me dieron de ayudante a un chavo que era re pendejo. Lo mandaba a traer algo y nada más se me quedaba mirando, parece que estaba pelando tripas. 

Pero ese día era de mala suerte: un martes 13 y había visto un gato negro. Cuando estaba barrenando, por el ruido de la máquina, no escuché; de arriba le cayó una piedra a mi ayudante y que lo aplasta. Tuve un broncón con los jefes, por poco y salimos a madrazos. Me dijeron que yo  tenía la culpa, además estaba borracho y sí, andaba un poco mareado porque me había tomado 4 litros de pulque. A los pinches capitanes les dije que el gabarro cayó de arriba, lo mismo que le dio en la madre al chavo, me hubiera dado a mí.

Le dijo “El Memelas”:

  • Me cae que eres chismoso, cabrón. Tómate la última jarra, yo te la disparo, y sácate a contarle esos cuentos a tu madre. A lo mejor ella sí te cree, porque es muy pendeja.

“El Zorrillo” se salió muy enojado, no era de pleito, pero le mentó la madre al “Memelas”. Cuando llegó a su casa, al entrar, vio cuando su suegra se tropezó con un ladrillo del piso que estaba flojo, y cayó al suelo dando un mulazo. A pesar de que sonó a bote viejo, nadie se dio cuenta, porque estaban viendo la televisión, con el hocico abierto, pues la acababan de sacar en abonos. Les gritó a todo pulmón, porque parece que estaban sordos:

  • ¡Vieja! ¡Suegro! ¡Échenme la mano!
  • ¿Qué le pasó?
  • ¡No sé! De pronto dio el mulazo. Está noqueada.

Con muchos trabajos, doblándole las patas, la subieron a la cama, y a cachetadas trataron de volverla en sí. Como no pudieron, llamaron a los de la Cruz Roja, que confirmaron que la señora estaba muerta. Se dio un santo calaverazo.

Los de la Cruz Roja llamaron a la policía porque dijeron que la mujer tenía un gran golpe en la cabeza, que le llegó al cráneo. Cuando llegaron los gendarmes “El Zorrillo” se les puso al brinco:

  • ¿A ustedes quién los invitó? Para velarla sólo los amigos y familiares. Aquí no fue el pleito, así que lárguense antes de que los eche a patadas.

Como los uniformados lo vieron que estaba a medios chiles, no le hicieron caso, y hablaron con  Juana, la hija de la fallecida:

  • ¿Qué le pasó a la señora?
  • Dice mi viejo que se tropezó y se cayó, pegándose con el escalón y perdió el conocimiento.
  • ¿Quién es ese borracho?
  • Es mi esposo.
  • ¿No la empujaría él?
  • No señor, mi mamá era muy fuerte. 
  • Ya hablamos con el Ministerio Público, que tiene que venir a dar fe y los peritos investigarán el golpe. Esto es cosa de ley, porque la señora murió de un golpe y no fue muerte natural.

Se hizo tal y como dijeron las autoridades: se llevaron el cuerpo al Servicio Médico Legista y después la trasladaron a su casa. Ahí estuvo el cohete porque eran  muy pobres y arreglar lo de la tierra en el panteón y la caja, estaba cabrón.

Los vecinos hicieron coperacha para el café con piquete, el pan y las flores. Todo era tristeza en la casa del “Zorrillo”, porque vivía con sus suegros. 

Don  Gaspar, el suegro del “Zorrillo”, llorando le dijo:

  • ¡Ten, yerno, por favor, hazte cargo de los funerales! Yo no aguanto la tristeza de que se haya ido mi vieja.
  • Como usted ordene.

Le entregó la cantidad de 3 mil pesos, que en aquel entonces era una millonada para los jodidos. Llegaron los familiares de la difunta y le dieron más dinero. Al tener en sus manos tanto dinero, al “Zorrillo” le brillaron los ojos, pues nunca en su apestosa vida había tenido en sus manos tanto dinero. 

Pasaron por su mente cientos de ideas que martirizaron su atrofiado cerebro. Y pensó en voz alta:

  • ¡Siempre soñé con ir a Acapulco! Y le pedía a Dios que me echara la mano. Esta es mi oportunidad: estar sentado en la orilla de la playa, chupándome un coco con ginebra, y estar viéndole las nalgas a las chamaconas que andan en bikini.

Sus pensamientos del “Zorrillo” fueron interrumpidos por su vieja, que le dijo:

  • Te acompaño a hacer los trámites del sepelio.
  • No vieja, es tu deber no moverte de aquí, estar hasta los últimos minutos con tu mamá.

Les dijo:

  • ¡Ahorita vengo! Voy a comprarle a mi suegra una caja a toda madre. A pesar de que trataba a puras habladas, tengo que cumplir como un  verdadero yerno, porque yo la quise como una madre.

Le dijo su  vieja:

  • ¡Yo voy contigo!
  • ¡No! Tu deber es quedarte con tu mamacita, consolando a tu papá. No me tardo.

“El Zorrillo” salió de la vecindad,  contó el dinero, y sin pensarlo, fue a la Central de Autobuses, se subió en un autobús que iba a la Ciudad de México. Así pasaron las horas. Juana, su mujer del “Zorrillo”, estaba preocupada porque tenía horas de haber ido a arreglar las cosas. Lo mismo que los demás familiares. Ya tenía mucho tiempo y no regresaba. El cuerpo de la fémina lo tenían acostado en la mesa, esperando la caja para meterla.

Amaneció, y el pinche “Zorrillo” no llegaba. Dijo don Toño, su suegro:

  • ¡Vamos a buscarlo, hija! A lo mejor lo asaltaron y le rajaron la madre, quitándole el dinero.

Bajaron y fueron a preguntar a la funeraria Arriaga:

  • Perdone, señor, no han venido a solicitar un servicio en la calle de Ocampo.
  • ¡No, señor!
  • Es un hombre alto, gordo, anda medio borracho y huele mucho a sudor de sobaco.
  • No ha venido nadie.

Salieron de ahí muy preocupados, dándole vueltas a todas sus ideas. La señora recordó las palabras que una vez le dijo su viejo: “Un día que tenga dinero, me cae que aunque me den en la madre, voy a vivir como rico, aunque sea un día”. La mujer dijo en voz alta:

  • ¡Hijo de toda su chaparra madre! ¿Sería capaz…?
  • ¿De qué, hija?
  • ¡De nada, papá! Es mejor que consigas más dinero, este desgraciado no se va a presentar.

 Como pudieron, enterraron a la suegra de “El Zorrillo”. Desconsolada, lloraba la mujer no por la muerte de su mamá, sino por la traición que le había hecho su viejo, y no lo podía perdonar jamás. 

Le costaron lágrimas e insomnios. Pero, un día, regresó el que andaba ausente. Como le andaba del baño, se metió al excusado. Cuando estaba pujando, como coincidencia del destino, a su vieja también se le antojo ir. Ya le ganaba. 

Al abrir la puerta y verlo, agarró una piedra y se la sonó en la mera chirimoya. “El Zorrillo” cayó de cabeza. Estaba zurrando de aguilita, y ahí quedó muerto. La fémina se hizo que no sabía nada. Y nadie supo quién había matado al “Zorrillo”. Lo agarraron, por cabrón, como al Tigre de Santa Julia.