“EL CANÍBAL”
Me casé el 24 de diciembre; era el hombre más feliz del mundo, pero de haber sabido, me habría divorciado el 25 del mismo mes. Mi señora buscaba siempre la forma de tenerme como gato ratonero y aplicarme La Ley de Herodes. Ahí me di cuenta que el matrimonio es una guerra, donde uno duerme con el enemigo.
Teníamos problemas, porque se enojaba cuando me iba a tomar con mis compañeros de la mina, porque llegaba tarde y varias veces discutíamos. La verdad le tenía miedo, porque un día me dio un tejolotazo en mi cabeza, que me dejó pendejo.
“El Chocolate” me decía:
- Las mujeres son como las chamarras de cuero: muy bonitas, salen caras, luego se hacen feas y duran un chingo de años. Cuando tu vieja te vaya a amarrar, dale una mordida.
- ¡A la que voy a morder es a tu hermana!
- ¡No me eches..!
Una vez, cuando regresaba del trabajo en la mina por el túnel, estábamos en el nivel 480 (que son metros de profundidad), iba acompañado del “Chilletas” y del “Pájaro”. En el camino encontramos al bodeguero que le decíamos el “Teresita”; era un joven grandote y de piel blanca, bien parecido, pero era joto.
Todos le hacían maldades; pero yo lo defendía para que no se pasaran de lanza. Se llamaba Arturo. Caminaba como yegua fina, y se echaba mucho perfume; olía a mujer mala. Y me dijo:
- ¡Cómo serás ingrato, gatote! ¿Por qué no has ido a saludarme?
- ¡No he tenido tiempo, Teresita! Me cae que con estas madrizas, no me quedan ganas ni de salir.
- ¡Me la vas a pagar, un día te voy a dar con el látigo de mi desprecio!
Le dijo el Chilletas:
- ¡Dale un beso para que se contente! Además nos dijo “El Gato”, que no te quiere porque andas con el “Pistolas”.
- ¡Toco madera! Ese gûey es un pelado. Parece que se crió en la bragueta de un soldado; ni su vieja ni su madre lo quieren.
Le dijo “El Chilletas”:
- Mira, Teresita, “El Gato” no te quiere, porque le dijeron que “El “Gallo” te anda correteando las lombrices.
- ¡Qué chismosos! No es cierto. Es tremendo, luego me agarra por atrás, pero lo correteo, lo alcanzo y le doy de manazos.
En ese momento pasaron por el lugar “El Caníbal”, “El Flaco” y “El “Nahual”.
El trabajo de Arturo era afuera en la mina, solo recibía la dinamita y las cañuelas. Él no era minero. Bajaba a la mina bien vestido, porque iba de entrada por salida. Llevaba un suéter blanco. “El Caníbal” se embarró las manos de aceite y se la puso en el suéter.
- ¡Quiubole, pinche joto!
Arturo, por querer limpiarse, se embarró peor. Y le reclamó:
- ¡Desgraciado, encajoso!
“El Caníbal” se carcajeaba, y le dio una cachetada. Me dio tanto coraje, que saqué de mi morral un frasco de comida y mi botella de refresco, y se lo zorrajé en la cara, tumbándolo, y le di de patadas. Se levantó limpiándose la sangre, y me dijo:
- ¡Ya sacaste boleto, cabrón, nos vemos a la salida!
- ¡Donde quieras, pendejo!
“El Teresita” era mi amigo desde la escuela, Sabía que era afeminado, pero nos llevábamos muy bien, sin tocar nada de ese tema. Le dije al “Caníbal”:
- ¡No te metas con él! Si quieres partirte la madre, ya lo dijiste, nos vemos a la salida.
Cada quien tomó su camino. Yo me fui con mis compañeros. Sabía quién era “El Caníbal”, un desgraciado desalmado, que siempre cargaba una navaja, y todos le tenían miedo. Era el “Ay nanita” del barrio de El Atorón.
A la salida, nos fuimos a partir la madre en la presa del Tulipán. Muchos compañeros se enteraron de que iba a haber pelea, y no se la perdieron. Llegando, nos dimos de trompones, patadas, cabezazos, jalones de greñas. La pelea era a morir. Ninguno de los dos nos dábamos por vencidos, a pesar de que ya estábamos sangrados y con los ojos de sapo, de tanto madrazo.
Pasaron por ahí unos mineros y nos desapartaron. Yo tenía la ceja abierta, que sangraba abundantemente, lo mismo que mi nariz; un ojo cerrado, raspones en la espalda y abiertas las espinillas, de las patadas. “El Caníbal” quedó peor.
Al otro día, ninguno de los dos fuimos a trabajar. Por mi parte, me fui al dispensario médico diciendo al doctor que me había caído de la carga de un camión en movimiento, y me dio una semana de incapacidad, pagándome el 60 por ciento.
Yo vivía en la calle de Galeana, del barrio de El Arbolito. El Caníbal vivía en el barrio de El Atorón. Para ir a trabajar, nos encontramos y nos dábamos otra madriza. Sonaba el silbato de 5 minutos para la 7 de la mañana, dejábamos la pelea y corríamos para entrar a la mina.
De ahí pa’l real. Cada que nos veíamos, donde quiera que fuera, nos dábamos en la madre. Nos teníamos odio jarocho.
En la mina de San Juan Pachuca, el jefe de seguridad, Rafael Carrillo, junto los ingenieros y el secretario general del Sindicato Minero, estaban enterados que éramos enemigos a muerte; por eso nos mandaron llamar.
- Si alguno de ustedes, por sus diferencias, sufre algún accidente o lo ocasiona, los vamos a correr. Delante de sus representantes sindicales, van a firmar un documento en que la Compañía no se hace responsable.
Nos cambiaron de contrato de mina, para que no nos encontráramos en los túneles; pero nos encontrábamos en el baño, y nos dábamos una madriza. Tuvieron que cambiarnos de turno.
Dejamos de vernos algunas semanas, eso hizo reponerme de las heridas que tenía en la cara y en el cuerpo. Un día que caminaba por el túnel que conduce a la mina de Paraíso, por ir distraído me tropecé y me fui a una tolva, fracturándome la mano derecha. Como iba solo, me costó mucho trabajo salir de un hoyo de 4 metros de altura.
Me llevaron al Hospital de la Compañía, me enyesaron la mano a manera de que parecía un guante. Durante una semana no salí de mi casa, con el temor de encontrarme con “El Caníbal”, pensando que me iba a echar bronca y la verdad no podía pelear. Aparte de que me dolía mucho la mano. Una vez bajé a la iglesia de la Asunción; afuera, en una banca, estaba platicando con “El Melitón”, cuando de pronto se me apareció “El Caníbal”. Hasta se me pararon los pelos. Muy burlón, me dijo:
- ¡Cómo será tu miedo, cabrón, que no sales de tu casa! Pero como te encontré, vamos a darnos en la madre.
Se me puso en guardia. Yo estaba listo para que no me fuera a descontar a la mala. Me bailó como gallito, y me volvió a decir:
- ¡Órale, pendejo, aviéntate!
Cuando se me acercó, con mi mano de yeso le puse un madrazo, con todas mis fuerzas, que vi cómo cayó fulminado como un rayo. No se movió. Me espanté, caminé unos metros y me eché a correr. Me escondí en una esquina y vi la ambulancia de la Cruz Roja, que se lo llevó.
Uno de los que estaban de babosos, me dijo que lo había matado. Con mucho miedo, me fui a mi casa y cada que tocaban la puerta, me sudaba la cola, pensando que eran los ministeriales, que iban por mí.
Pasaron los meses y me alivié. Me quitaron el yeso, y me dio mucho gusto saber que “El Caníbal” estaba vivo. Al regresar al trabajo, me lo encontré, y le dije.
- ¡A la hora que quieras, güey!
Se me quedó mirando y se agachó, no me hizo caso, se siguió de frente. Sus amigos quedaron admirados de que me tuvo miedo. Poco después supe que dijo que no quería pleito conmigo porque yo tenía una pegada de patada de mula, y le había fracturado la mandíbula.