ROMAN “EL PIPIS”
Era un jovencito de 18 años de edad, trabajaba en la mina de Tiro Tula, y vivía en una de las vecindades del barrio de La Palma, en un callejón que cuando comenzaba a oscurecer, se veía como la boca del lobo; daba miedo. La mayoría de los habitantes, ya como a las 8 de la noche, estaban juntando pestañas, porque sentían miedo; más que los perros no dejaban de ladrar, y se contaba que por ese lugar salía un muerto.
Román, a pesar de que era un muchacho bien mamado, alto, le daba miedo y no salía de su casa. Por los rumores que escuchaba en la mina, por órdenes del capitán “El Moco”, tenían prohibido hablar de los espíritus que se han ido al otro mundo. En el barrio solo lo veían de tarde porque cuando comenzaba a oscurecer ya estaba como pollo. Vivía en la última casa, muy arriba de la vecindad, pegada al cerro, con su jefa, doña Catalina y su hermana Juana.
No tenía novia y del trabajo, a su casa. Un día encontró un pedazo de periódico y leyó que en el cine Alameda, que estaba en la calle de Guerrero, donde ahora es Elektra, pasaban dos películas de Pedro Infante: A.T.M. (A toda Máquina) y ¿Qué te ha dado esa mujer? Le platicó a su jefa y ésta le dijo:
• ¿Por qué no vas?
• Porque terminan muy noche.
• Hay, mi hijo. Ya tienes peleas en la coliseo, y todo te da miedo. Tienes que vencerlo. Ya hasta joto te estás volviendo, porque ni a novia llegas. Cuando salgas de trabajar te pasas al cine. Te voy a hacer unas tortas, y allá te las refinas; y llegas temprano a la casa.
Así lo hizo, pero como se picó, y se quedó a verlas dos veces, cuando salió las calles estaban desiertas y oscuras. Uno que otro foco estaba prendido, y tenía que subir por la empinada calle de Bravo, para llegar a la de Observatorio, y subir el callejón de Manuel Doblado, para entrar a la vecindad. Eran como las 10 de la noche, y calentó motores, y salió hecho la mocha para llegar. Hizo una pausa antes de subir al callejón, tomó todo el aire que pudo.
Los ladridos de los perros lo pusieron más nervioso. Tomó vuelo, y venciendo la oscuridad, entró a la vecindad, pero ya le andaba hacer de la chis, y como en esa vecindad solo tenían un baño, que como puerta había un costal, todo estaba alumbrado con la luz de la luna, pero esa noche estaba nublado. Haciéndose el macho, se detuvo, hizo a un lado el costal y soltó el agua. De momento escuchó una voz:
• Hora, güey.
• Los pelos se le pararon, y subió, muy espantado, a toda velocidad. La puerta de su casa estaba cerrada y la abrió de un caballazo. Se metió con todo y zapatos a su cama. Su mamá y su hermana se pararon a ver. Prendieron la vela y vieron que el muchacho estaba debajo de las cobijas, temblando, y no dejaba de decir:
• ¡Me habló un muerto! ¡Me habló el muerto! ¡Atranquen la puerta porque me va a llevar!
Las mujeres se quedaron mirando y lo destaparon porque estaba como gelatina. La señora le dijo:
• Aquí no hay muertos de ninguna clase, mucho menos espantos. Desvístete y duérmete.
• -¡No mamá, yo lo escuche. Verdad de Diosito lindo. Estaba yo orinando y me habló.
• La muchacha, muy enojada, le dijo:
• ¡No seas payaso! Párate para que te acuestes bien. Nosotras te cuidamos. Voy a atrancar la puerta para que no entre nadie.
Con muchos trabajos, lo convencieron y se quedó dormido; pero los ladridos de los perros lo volvieron a despertar, que soltó un fuerte grito:
• ¡Mamá, no dejes que me lleve, por favor! La señora le dijo a su hija:
• Vamos a limpiarlo con un huevo.
• ¡No mamá, le va a doler mucho! Mejor con hierbas de pirú.
• Prende el carbón; mientras lo preparo, acompáñame a traer del árbol unas ramas.
• ¡Hay, mamá! Ya déjalo, tan grandote y miedoso.
• Entonces voy yo sola.
• Espérate mamá, te acompaño.
Como vieron cómo estaba el muchacho, ellas también se espantaron, no le fuera a pasar nada. Regresaron y en la mesa tendieron las ramas de pirú, poniéndole unas flores rojas, amarrándolo muy bien, y le dijo la señora:
• ¡Chin! Me hacen falta unas ramas de ruda. Ya tenemos los huevos para limpiarlo.
• Esos son los que le hacen falta a mi hermano, para que no tenga miedo. Cuando salimos vi que había luz en la casa del zapatero; si está borracho nos va a mandar a la chingada.
• Vamos a jugárnosla hija. Es para que se calme tu hermano. Escucha los gritos llamándonos para no estar solo.
• Déjalo, vamos.
• Voy a ponerme un suéter, porque está haciendo mucho frío.
Mientras tanto, en la casa del zapatero, entró éste echando madres y buscando su charrasca; al verlo su señora que estaba mojado de la cabeza, le dijo:
• Tú ya ni la amuelas, Genaro. Estás sintiéndo el frío y te lavas los pocos pelos que tienes.
• No es eso vieja. Estaba haciendo del baño, cuando alguien de la vecindad me orinó. De principio sentí calientito; pero ahorita lo voy a buscar para darle en todas su madre.
• Ya deja las cosas como están. Sécate la cabeza y duérmete. Vienes muy tomado, y en lugar de dar, te pueden dar.
El zapatero no quitaba el dedo del renglón, y estaba forcejeando con su mujer porque ella lo quería acostar y él, salirse para buscar al que lo mío. Los gritos se escuchaban, que asustaban a los perros, y no dejaban de ladrar. Ya era más de la medianoche. Uno que si, otra que no. Hasta que se quedó dormido.
Después de hablar con el Pipis, calmándolo, lo dejaron dormido, y las dos mujeres bajaron a la casa de don Genaro el zapatero, tocaron quedito la ventana. La señora Rosa hizo a un lado la cortina y alumbrando con una vela, se dio cuenta que eran sus vecinas. Con el dedo, les dijo que ahorita les abría. La señora salió, hablando quedito para no despertar a su viejo borracho, que se había quedado dormido, sentado en un silla, con una charrasca en la mano.
• ¡Buenas noches, Rosita, perdone que la vengamos a molestar, y más en los momentos en que discutía con su marido!
• No tengan cuidado, al contrario, me salv´p la campana, porque vi viejo que ya tenía su navaja en la mano, me tenía en cuerdas para ensartarme, cuando ustedes me tocaron. Le dije que era la policía, y se quedó dormido. Mírenlo, está con el hocico abierto.
• Entramos con miedo, porque de su casa salían rugidos como de un león bien encabronado; nos arriesgamos porque le venimos a pedir un favor, que si no nos regala unas ramitas de ruda.
• Sí, cómo no. Ahorita se las traigo.
• A propósito, Rosita, ¿por qué estaba enojado el señor con usted?
• Conmigo no, si no que se quería salir a buscar a quien lo orinó; estaba haciendo del baño y lo miaron.
• A las dos mujeres les ganó la risa, y le dijeron:
• Mejor mañana venimos por la ruda, no sea que se despierte el señor.
Madre e hija, aguantándose las carcajadas, solo se reían tapándose la boca. Entraron, y por las moscas, atrancaron. Román hablaba solo:
• Déjame, pinche muerto, déjame en paz.
Se le acercó su mamá, y le dijo:
• Ya cállate, porque al que orinaste fue al zapatero, y no tarda en andar buscando quién fue. Dice su vieja que estaba haciendo del dos; le ganó el sueño y lo despertó el chorro.
El miedo se le fue de momento al Pipis, que les dijo:
• Cállense, y vamos a dormirnos.
Y desde ese día, cada que iba a entrar al baño, preguntaba:
• ¡No hay nadie ahí!
Y se le quitó lo miedoso.