Un Infierno Bonito

LA TAMALERA

A la señora Antonia le había ido como en feria con su marido, don Fortino, quien desertó de su hogar porque ya no pudo mantener a sus hijos, dejándola endrogada con la renta y los abonos de las camas.

A pesar de eso, a la señora se le iba en sonreír; era muy amable con sus clientes al despachar los tamales, que muchas veces le salían pintos porque la hacían enojar sus muchachos.
    •    ¡Buenos días, Toñita! Deme por favor tres tamales verdes y uno de rajas. ¿No le ha caído agua?

    •    Ya tiene días. Esos mendigos de Caasim la cobran; dicen que hicieron un corte de agua, pero lo habían de hacer en casa de su madre.

La señora Toña era una chaparrita gorda; cuando tenía muchos clientes se veía muy chistosa meneándose para todos lados para despachar, sin despegar los pies del suelo.
    •    Aquí los tiene, Julita, envueltos en el periódico de hoy para que se entere de los chismes mientras se los come.

A doña Toña, diariamente se le veía por las mañanas y las tardes sentada junto al bote de los tamales; cuando vendía poco, a sus hijos se los daba con café, y había veces que les daba tres veces tamales al día, y algunos protestaban:
    •    ¡No quiero tamales, mamá, desde ayer tengo chorrillo; me sacaron de la escuela porque me ganó en el salón en los pantalones!

    •    Pus los tienes que comer a huevo, la pobreza en que vivimos nos hace que les aplique la Ley de Herodes.

Doña Toña siempre esperaba a su cliente, un señor bajito de estatura, con las piernas arqueadas, con ojos azules, piel blanca y de pelo rubio, descendiente de españoles; no tenía familia, vivía al final de la calle de Bravo; hablaba españolado, y caminaba muy despacito; como estaba muy flaco, tenía miedo de que se le quebraran las patas:
    •    Buenos, Toñita. ¿Cómo le amaneció?

    •    Buenos días, don Gervasio, ¿qué pasó con usted, lo estuve esperando para sus tamales y nunca llegó? Y como no vino se los di a mi gato; estaban muy picosos, como a usted le gustan… 

    •    ¡Ay, Toñita! Discúlpeme, pero con estos fríos que hacen me dio una reuma, que no pude levantarme.

Don Gervasio movía la pierna estirándola y encogiéndola, al tiempo que se agarraba la rodilla.
    •    Tenga mucho cuidado, don Gervasio, en este pueblo minero ya no se sabe cuándo va a hacer frío o llueve.

    •    – ¿Y la nena?

    •    Se fue a la escuela, ella es muy estudiosa.

Al referirse a la nena, don Gervasio preguntaba por Margarita, la hija más grande de doña Toña; tenía 15 años, y estaba muy desarrollada; le gustaba mucho al señor.
    •    ¿Cuántos tamalitos se va a llevar, don Gervasio?

    •    Deme tres verdes y tres de jitomate.

Cerca de donde don Gervasio compraba los tamales, varios muchachos del barrio jugaban una cascarita; pateaban la pelota con mucha fuerza, como si estuvieran en un campo de futbol, sin ver a quién le pegaban. Doña Toña le envolvía los tamales a don Gervasio, cuando llegó un chute; la pelota fue derechito a la cabeza del viejo, que lo tumbó hacia atrás, parando las patas. Su cabeza sonó a bote viejo. Como estaba de espaldas, no se pudo parar; del madrazo, volaron los tamales. Doña Toña regañó a los muchachos:
    •    ¡Chachos cabrones, ya tiraron a don Gervasio; sáquense a jugar a otra parte!

La señora Toña no sabía si juntar los tamales o ayudar a levantar al viejo; lo jaló al viejito tomándolo de los hombros, juntó los tamales, se los envolvió con todo y tierra, y se los puso abajo del brazo; el señor se recargó en la pared, atarantado del golpe, movía la cabeza de un lado, a otro veces miraba para todos lados y se agarraba de la pared, mirando para todos lados.
Doña Toña le preguntó:
    •    ¿Se siente bien, señor? Le voy a traer una silla, porque lo veo atarantado, y se vaya a dar un madrazo.

    •    Muchas gracias, señora Toña, pero mejor toco retirada, si no estos güeyes me vayan a desarmar de un pinche pelotazo.

En el barrio se comentaba que don Gervasio era enhebre de raza español, muy rico, en su casa guardaba un tesoro de monedas de oro, pero no se atrevían a robarlo porque en su vivienda tenía varios perros bravos.
Esos comentarios eran tan ciertos, que decían que cuando se fueron los españoles de México se les olvidó llevárselo. Don Gervasio vestía ropa cara, botines de gamuza, pantalones de charro y chamarra de cuero; debido a los rumores, a doña Toña se le había metido en la cabeza casar a su hija con el señor, y un día le preguntó:
    •    ¿No te gustaría casarte, Margarita?

    •    Claro que sí, mamá, dime quién quieres que sea tu yerno.

    •    Don Gervasio.

    •    No mames, jefa, ¿qué te pasa?

    •    Ese señor tiene mucho dinero, y así saldríamos de pobres; yo ya no vendería tamales; cásate con él, hija; te quiere, diario pregunta por ti, y diario te deja pagados dos tamales.

    •    No la amueles, jefa, no me casaría con él ni por todo el oro del mundo.

    •    Ya no viviríamos en ese cochino barrio, tus hermanos estarían en una escuela particular.

    •    Ya no la riegues, jefa, ni lo pienses; cómo cuántos años crees que tenga, yo le calculo unos 88, si ya va rumbo al panteón.

    •    No la chingues, hija tiene 89.

    •    Y ya, por favor, mamá, si quieres seguir platicando conmigo, cámbiale de tema, y si te interesa, cásate tú mejor con él.

Doña Toña hizo el coraje de su vida; su hija, la nena, la dejó hablando sola como loca. Al otro dia, por la mañana, el viejo fue por sus tamales:
    •    Buenos días, Toñita.

    •    Buenos días, señor Gervasio; ¿le doy lo mismo de siempre?

    •    Lo mismo, Toñita; hace unos tamales tan exquisitos que me comería todo el bote.

    •    ¡Ah qué don Gervasio, siempre tan galante!

    •    ¿Por dónde anda la nena?

    •    Se fue a la escuela. 

    •    Caray, siempre me gana, por mas que le hago por despertar temprano, no puedo, abro un ojo y cierro el otro, y al fin de cuentas me quedo dormido.

    •    Había de buscar una compañera, don Gervasio, que le caliente los huesos; se me hace que en la noche no ha de poder dormir de frío.

    •    Le atinó usted, Toñita; el frío me hace temblar como chihuahueño, y no se me calientan las patas; precisamente usted le dio al clavo, ando en busca de una jovencita, y ya tiene tiempo que le ando echando el ojo, y así que aprovecho el momento para pedirle la mano.

A doña Toña se le rodaron las lágrimas de la emoción, y se puso muy nerviosa:
    •    Para mí es un verdadero gusto, señor, yo misma le voy a echar la mano para que Margarita le corresponda.

    •    Ustedes, a mi lado vivirían como unas reinas.

Pasaron los días, y don Gervasio no se presentó a comprar sus tamales, lo que preocupo a doña Toña. Hasta que, un día, le llegó una noticia:
    •    ¡Toñita, Toñita! ¿Ya supo la noticia?

    •    ¡No! ¿Qué pasó?

    •    Se murió don Gervasio.

    •    No la chingue. ¿Cuándo fue?

    •    Seguro hace algunos días porque la gente decía que de su casa salía un olor a perro muerto; llamaron a la policía, llegó, abrieron y ahí estaba el cadáver del señor; nosotras vimos que los policías sacaron unos baúles llenos de monedas.

Doña Toña se puso negra de coraje, y se jalaba las greñas y lloraba amargamente, pensando en el dinero que se le había ido de las manos.
    •    Escuincla pendeja; ahorita seríamos ricos.

Pasó el tiempo. La señora buscó la manera de dejar ese trabajo de vender tamales, y se juntó con don Goyo, que le andaba haciendo la ronda y presumía de tener dinero. A poco tiempo de vivir juntos, ella se dio cuenta que Goyo era flojo y no le gustaba trabajar. Así que doña Toña, la tamalera del barrio, tuvo que vender más tamales para mantenerlo.

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