Un Infierno Bonito

“EL TINO”
En una de las grandes vecindades de la calle de Candelario Rivas, a unos metros de la cantina

“La Veta de Santa Ana” en el barrio de El Arbolito, vivía Fortino Hernández, a quien le decían “El Tino”. Estaba chaparro, gordo y tenía el cabello chino; vestía pantalón de mezclilla, playera larga sin fajar y zapatos de minero. Su esposa se llamaba Susana; era de la misma estatura y tenía trenzas largas.
“El Tino”, era pintor de brocha gorda, y pintaba con amor.
Le daba lo mismo pintar fincas, edificios o residencias, que un humilde cuarto de vecindad. Se llevaba muy bien con su esposa. Para no pagar ayudante, se la llevaba al trabajo y la había sacado, experta en pinturas y resanes. A los dos les gustaba mucho el pulque; pero a pesar de ello, no peleaban, mucho menos discutían. Un día llegó a su casa muy contento:
    •    Deja lo que estás haciendo y prepárate las cosas para mañana temprano. Conseguí una chamba que nos va a dejar dinero, pero tenemos que terminarla en un día.

    •    Para luego es tarde. ¿Cuánto me vas a pagar?

    •    Ya sabes vieja. ¿Por qué te haces pendeja? Lo de siempre: el sueldo mínimo, el pulque, el taco placero y las prestaciones de ley.

Al otro día salieron  temprano de su casa. “El Tino” cargaba la escalera y su señora las cubetas y brochas.
    •    ¡Ponte abusada, vieja, al atravesar las calles! ¡No ves por las chinguiñas! ¡No te lavaste la cara, ni siquiera te pasaste el peine en las greñas!

    •    ¡Tú tienes la culpa, son las 6 de la mañana y ya me traes en chinga!

Llegaron a la casa que tenían que pintar; rasparon las paredes, las resanaron y le dieron la primera mano de pintura. Los dos trabajan coordinados: “El Tino” se subía la escalera para pintar arriba y la señora pintaba abajo. Mientras se secaba la pared salían a comprar lo del taco placero: tortillas, aguacates, queso, chicharrón, cebollas, cilantro y chiles en vinagre, así como varios litros de pulque.
Al terminar de comer, “El Tino” bostezaba y le decía a su vieja:
    •    ¡Me cae que me dan ganas de echarme un coyotito!

    •    No mames. Vamos a apurarnos, porque tengo que arreglar la casa y lavar la ropa.

Llegaron de nuevo al trabajo y se pusieron a pintar. La señora no quitó la cubeta de pintura y cuando bajó “El Tino” de la escalera, metió su pie en el recipiente.
    •    ¡Vieja pendeja! ¡Mira lo que me pasó, por no quitar la cubeta!

La señora, haciendo un esfuerzo por aguantar la risa, le dijo:
    •    ¡Dispénsame, viejo! Déjame quitarte el zapato.

    •    Voy a creer que no te diste cuenta. Lo bueno que es pintura de agua.

La señora escurrió el zapato en la cubeta de pintura y exprimió el calcetín; le hizo un doblez en el pantalón.
    •    Voy a lavar el zapato y tu calcetín, no me tardo; los voy a poner en el solecito para que se sequen.

Sin decir palabras, terminaron su trabajo.
    •    Ve a decirle a la señora que venga a ver cómo quedó.

Doña Susana salió rápido, con el fin de no contrariar a su esposo. Cada que se acordaba que el
“Tino” había metido su pata en el bote de pintura, no podía aguantar la risa. Poco después llegó acompañada de la dueña de la casa.
    •    ¿Ahora que le pasó maestro? ¿Por qué nada más trae un zapato?

Contestó la señora Susana:
    •    Es que mi viejo es muy profesional en su trabajo, a las paredes les da dos manos y una pata.

    •    ¡Chistosa! A ver señora, ¿qué le parece?

    •    ¡Muy bien, maestro! Aquí le pago lo que quedamos.

La dueña de la casa los acompañó a la puerta. Al pasar por el patio doña Susana recorrió  con la mirada varios lugares y luego buscó entre las plantas.
    •    ¿Qué es lo que busca, señora?

    •    ¡El zapato de mi viejo! Lo dejé aquí, lo lavé  y lo dejé aquí.

    •    ¿No será aquel con el que anda jugando el perro? ¡Chato, ven!

El perro corría de un lado a otro, con el zapato en el hocico; lo dejaba en el suelo, luego le ladraba y se lo llevaba. Dando vueltas, la señora logró agarrarlo y jaló el zapato; el perro también lo jalaba.
    •    ¡Suéltalo, Chato! ¡Te estoy hablando!

Corrió tras de él, lo agarró de la cola, lo jaló; se lo quería quitar, el perro no se dejaba. La señora, enojada, le pegó y logró quitárselo.
    •    Tenga, maestro, su zapato.

    •    Gracias, señora, pero ya no sirve; está roto.

    •    ¡Qué Barbaridad! ¿Cómo pudo suceder?

“El Tino” cargó su escalera y se salió muy enojado, sin despedirse de la señora. Su vieja lo regañó:
    •    Fuiste muy grosero, viejo. Dejaste a la señora con la mano estirada. Va a pensar que estudiaste en una escuela de gobierno. Ella no tiene la culpa de que su pinche perro haya desmadrado tu zapato.

    •    Ella no, pero el perro es suyo, ¿o no?

    •    Eso ni hablar. Maldito perro. Me daban ganas de darle un faul, por cabrón. ¡Te habías de quitar el otro zapato! A la gente le da risa cuando te ve.

    •    Vamos a sentarnos un rato aquí. Ya va a oscurecer, y me voy descalzo.

    •    ¡Haces bien! Te bajas el pantalón como “El Cantinflas” para que no se te vean las patas.

Así lo hicieron, y llegaron al barrio El Arbolito.
    •    Tengo mucha sed, pero si entro a la cantina descalzo todos se van a burlar de mí.

    •    Si quieres, yo voy.

    •    ¡No! Espérame, antes de que me digan les voy a decir: Yo como dijo Enrique: “chingue a su madre el que me critique”.

Cuando entró a la cantina, todos se lo quedaron mirando, y uno de ellos le dijo:
    •    ¿Ahora qué, hijo? No me digas que la situación está de la chingada, que no te alcanza para comprarte zapatos.

    •    Lo que pasa es que hice una promesa de andar descalzo por unos días, a ver qué se siente.

“El Tino” sacó dos jarras de dos litros de pulque a la calle y se las tomó con su esposa; así echó varios viajes.
    •    Ya vámonos, vieja. Tengo un chingo de frío en las patas, ya se me entumieron.

Subieron por el callejón oscuro. Al entrar a la vecindad, “El Tino” gritó:
    •    ¡Ay, cabrón! Algo me enterré en una pata.

    •    ¡Déjame ver! Es un alambre; aguántate como los hombres, te lo voy a sacar.

    •    Ay, me duele mucho.

    •    Ya estuvo. Tienes que ir brincando como chapulín a la casa. Te vas a acordar de tus tiempos cuando brincabas el avión con una pata.

Entraron a su casa. La señora le lavó el pie con agua caliente. Al otro día la señora se bajó a comprarle unos zapatos, y se los llevó.
    •    A ver, viejo, saca la pata. ¡En la madre, la tienes hinchada! No te cabe el zapato. Vamos al hospital a ver que pex.

Llegaron al hospital, y al “Tino” le dieron varios medicamentos; los estuvo tomando, pero al pasar el tiempo, le dijo el doctor:
    •    No pudimos parar la gangrena. Le vamos a cortar el pie, de lo contrario va a ir subiendo hasta llegar a la pierna.

Entre lágrimas, “El Tino” tuvo que aceptar la triste realidad. El tiempo pasaba y no llegaba la resignación. Meses después llegó su compadre  Lorenzo, que era carpintero de los buenos, y le dijo:
    •    ¡No se me achicopale, compadre! Me cae de madre que te voy hacer una pata de palo y vas a caminar mejor que nosotros.

Lorenzo, demostrando su creatividad, le hizo una pata de palo con correas para sujetarla en el muslo; también le hizo un bastón a la medida, muy fuerte, para que aguantara a “El Tino” cuando caminara. Poco después, así se fue a trabajar con su señora. Únicamente cambiaron de posición: la señora pintaba arriba y “El Tino” abajo.

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