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Un Infierno Bonito

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PACHOACAN, LA TIERRA DE DIOS
Una ciudad llamada Real de Minas, Pachuca de Soto, pudo haber sido y no fue, el lugar más rico del mundo. Pero vamos a verlo bajo un punto reglamentario y legal.

Fue saqueada por los españoles más de 50 años, 40 de los ingleses, y más de 25 por los norteamericanos. Sin contar los que se apañó Pedro Romero de Terreros, de 1762 a 1810. Con solo tener a los indios (no agraviando a los presentes) a sus órdenes, y con solo trabajar 3 minas en Real del Monte, logró tener su finca a dónde pasar el tiempo, en Huasca, Hidalgo, llamada Santa María de Regla.
El minero José Alejandro y Bustillo, fue el que lo trajo de Querétaro, y juntos lograron encontrar la veta de plata más rica, llamándola “La Vizcaína”. Los dos trabajaron juntos y quedaron como socios.
Pedro Romero puso el dinero y José Alejandro, los indios y su trabajo. Ya les había abierto el camino Bartolomé de Medina, con el descubrimiento de la amalgamación de la plata. Para eso utilizaron los terrenos de la Hacienda de Loreto.
Los dos firmaron la sociedad en la Escuela de Minería, de la Ciudad de México, quedando en un común acuerdo, que cualquiera de los dos, el que se quedara vivo, sería dueño de todo. Y qué casualidad, que después de que comenzó la producción de la plata, que era enviada a España, murió don Alejandro.
Todo siguió como si nada. Don Pedro Romero se ganó a los indios dándoles el partido, o sea que después de su jornada, les autorizaba que llenaran dos costales; uno era para ellos y el otro para las minas de don Pedro. Al ver que eso beneficiaba a los trabajadores, les daba su costal pero lleno de piedras, sin que llevara un gramo de plata.
Eso los enchiló, y le hicieron la huelga en el año de 1776. A los indios que habían encerrado en la cárcel de Pachuca, vinieron a sacarlo, llevándolos a Real del Monte. Ya le habían dado en la madre al alcalde, al que cuidaba las puertas de las minas, y fueron por los capataces, matando a  uno de ellos que se les puso al brinco. Y gritó uno de los que había iniciado el ruido popular:
    •     Síganme los buenos, vamos buscar al amo don Pedrito, y le rajamos toda su madre.

Lo buscaron en las minas, y lo encontraron en San Cayetano. Lo sacaron a punta de madrazos, y temblaba como perro chihuahueño. Cuando ya le iban a dar, llegó el sacerdote de la Iglesia del Real, y lo salvó la campana, porque a los indios los habían adiestrado en la religión católica.
Los acólitos sonaron las campanas y les enseñó que llevaba “El Santísimo”. Los indios se hincaron y don Pedro,demostró que era un buen corredor, metiéndose a la iglesia; de ahí se lo llevaron a su hacienda, de donde salió, años después, con las patas adelante.
La historia de las minas es muy grande, nos llevaríamos años contándoselas, por eso les damos nada más unas gotas, y  guardamos el chorro cada que nos acordamos. Vamos a dejar toda esa historia triste, y brinquemos a principios de los años 20. Aunque estaban en el mando los gringos y los indios seguían iguanas ranas, el gobierno los tapaba. Hacía falta que llegara un minero que se llamara Andrés Manuel, para sacarlos a patadas, como lo hizo en poco tiempo con todos los partidos políticos y sus gobernantes, dijo un doctor llamado Nicolás Soto Oliver.
“La ciudad existe porque existe la minería”. Y eso fue verdad, porque en el año de los 80, llegaron unos monos y se robaron todo lo que tenía, con el engaño que se la habían comprado al gobierno, y  era una empresa paraestatal.
Los mineros se fueron a vivir a los barrios altos, que se encuentran en los cerros, y como dice el dicho: desde lejos se ven los gueyes. Y demostraron que ellos eran de la alta porque vivían en los cerros. Sus calles son empinadas y tienen una panorámica que desde las alturas se contempla la ciudad de Pachuca: La Tierra de Dios. ¿Por qué la tierra de Dios? Porque las mujeres prefieren morir vírgenes, antes de parir pendejos.
Si hacemos cuentas, la riqueza material la tuvieron los que vinieron de refugiados, los de las casas grandes y siguen siendo, con tiendas , almacenes, y saben cuál fue la ganancia del minero, dejar sus pulmones y su vida en socavones, tiros, frentes, rebajes y planes, de las minas.
Pero los mineros del “Arbolito”  “La Palma”, “El Atorón”, que rodean al Cerro de San Cristóbal; los del “Mosco”, “El Lucero”, “La fuente Seca”, “Los del Lobo”, “Cubitos” y todos los alrededores de Pachuca, viven y murieron contentos por sus cantinas, sus pulquerías, su modo de hablar, albureros, sus tradiciones, su fe, sus historias, sus anécdotas que fueron contadas por los mismos mineros, como yo. Quienes se metían a la cantina a jugar rayuela, domino, cubilete y practicar el albur en vivo.
Las mujeres  de los mineros lucharon por la vida, lidiando con su marido borracho, y con un chorro de hijos, para darles de comer. Los mineros no pueden provocar sonrisas, como llanto, nos enseñan que con su vida, hay alegría, como dolor; las supersticiones existen por su arriesgada labor. En cualquier momento los puede sorprender la muerte, por su arriesgada labor.
Pero no nada más el minero era canijo, sino también la mujer, que usaba las mismas mañas y su vocabulario.
Doña Pilar era una señora alta, bien mamada, entrona para los madrazos, vivía con su marido Mateo, en la vecindad de la calle de Ocampo, los vecinos le tenían miedo porque cuando estaba tomada a todo el que pasaba a su lado les aventaba la bronca. Su marido Mateo, un chaparro, con bigote y barba, que le decían “El Enano”, le sudaba la cola debajo de la mina. Echando pala, salía de trabajar y corría a su casa porque tenía de tolerancia para llegar 10 minutos, si no se le aparecía el diablo sin calzones; su vieja se lo surtía.
Un día llegó una hora más tarde, y su mujer lo estaba esperando en la puerta de la vecindad.
    •    ¿Por qué a estas horas, cabrón?

    •    Es que me invitaron a la fiesta de su santo del jefe, ni modo que les hubiera dicho que no.

    •    No andes diciendo mentiras porque te va a crecer la nariz como a Pinocho.

    •    Por Dios, vieja, te lo juro.

    •    Ya te puse a remojar toda la ropa que te vas aventar lavándola, porque los pinches escuincles, parece que se van a revolcar en el lodo.

    •    ¡Híjole! Es mucha, y vengo muy cansado, mejor dame de comer para reponer  fuerzas.

    •    ¿No que te fuiste a la fiesta de tu jefe? Por chismoso te voy a echar mi ropa, pero yo la quiero como el maestro limpio. De comer pues no tengo, tus hijos estaban de gandallas, y se la comieron.

    •    Entonces nada más lavo mi ropa, y tú la de los niños y la tuya; está bien que chingues, pero a tu madre respeta. Tan solo tus calzones, aparte cochinos parecen tienda de campaña, de lo grande.

    •    Aquí se hace lo que yo digo. Desde un principio te dije que vivir conmigo, te ibas a formar por la derecha, o te pasaba por las armas.

    •    Te voy a demostrar que no te tengo miedo, no lavo tu ropa.

La señora agarró un la tranca de la puerta, y le tiró un trancazo, que le pegó en la cholla, y lo mandó a echar maromas al suelo. Lo levantó de las greñas, y le dio de cachetadas, y le gritó en la oreja:
    •    A mí no me rezongues, pinche chaparro, cuerpo de perro, me cae que si vuelves a abrir el hocico, se te va a aparecer el diablo encuerado en un callejón sin salida.

Mateo se limpiaba la sangre de la cabeza y de la nariz, con su playera. Se la quedó mirando fijamente y le dijo.
    •    Ya sacaste boleto, pinche vieja, ahorita vas vas a ver, quién es Juan Camaney.

Se subió a una silla y le aventó un tope, que le pegó en la panza de la señora y los dos rodaron en el suelo. La jaló de las greñas, y como no la pudo arrastrar le dio una patada en medio de las nalgas, la señora se revolcaba de dolor.
De momento se le aventó a Mateo, le puso un candado con el brazo en el cuello y lo llevó a la pared, con todas sus fuerzas, lo estrelló, que sonó a bote viejo. Lo cargó y lo azotó en el suelo, se subió a la mesa y se  aventó, cayéndole en el estómago, que se le salió todo el aire; hacía gestos moviéndose de un lado a otro; lo jaló de las patas y lo arrastró a medio patio, hasta salir a la calle, y ahí lo dejó, cerrando la puerta.
Los señores que lo vieron, llamaron a la Cruz Roja, lo socorristas lo subieron a la camilla, y lo llevaron al hospital haciendo en su reporte, que según las heridas que llevaba, lo había atropellado un camión materialista. Cuando reaccionó, les dijo que le había pegado su señora; llamaron al Ministerio Público, que llegó con sus agentes, y lo interrogaron.
    •    ¿Cómo a qué hora fue el accidente?

    •    A las 7 de la noche.

    •    ¿Tomó las placas del camión que lo atropelló?

    •    ¡No fue ningún camión, señor!

    •    ¿Entonces, quién fue?

    •    Me pegó mi señora.

El agente social le dijo a los ministeriales:
    •    Vámonos, y déjenlo aquí por pendejo.

Así termina la historia de un minero que se le puso con Sansón a las patadas. Cuando salió, llegó a su casa todo cansado, mareado y sin ilusiones. Y ahora lo tiene su vieja como gato ratonero.