Un Infierno Bonito

“DON TIRSO”
Durante todo el tiempo que estuve trabajando en la mina, sentí un gran cariño y mucha amistad por mis compañeros, que ya estaban viejos, y enfermos de silicosis, como don Tirso Hernández, que llevaba más de ocho días sin presentarse a trabajar; me habían dicho sus conocidos que ya estaba dando sus últimas patadas, y que se lo iba a llevar la calaca.

Los mineros no tenían derecho a jubilación, porque de jóvenes trabajaban en una mina, luego se salían y entraban en otra; perdían su antigüedad.
Un día le dije al “Cuervo”:
    •     Vamos a ver a don Tirso, me dijo su señora, que está a punto de entregar su estuche.

Don Tirso vivía en el callejón de Candelario Rivas, en el barrio de “ El Arbolito”, su viejita era muy atenta, y simpática. Cuando llegamos abrió su puerta y nos preguntó:
    •    ¿Buscan a Tirso? Pásenle.

Entramos a su casa, estaba acostado en una cama hecha de tablas y como colchón tenía costales, nos dábamos cuenta en la pobreza en que vivía, con techo de lámina, las paredes sin aplanado en la mayor parte, el piso era de tierra, básicamente era un cuarto grande que le servía para todo, Tenía una mesa apolillada y encima una estufa de petróleo, cajones, que les servían de sillas, la señora lo despertó de una manera cariñosa.
    •    ¡Viejo, Viejito! Te buscan unos de tus compañeros, mineros.

Don Tirso se limpiaba los ojos, y abría la boca grande al bostezar, no nos quitaba la vista hasta que nos enfocaba bien; le hablé para orientarlo y  que supiera quiénes éramos.
    •    Buenas tardes, maestro.

    •    ¡Hola mi “Gato seco”, Quiubole “Cuervito”!

    •    ¿Cómo está maestro? Ya los extrañamos.

    •    Si no soy hueso.

    •    ¿Cómo se siente?

    •    De la patada, ya me tocó el gusano de la mina, estoy muy mal, la tos me ataca mucho y al caminar me sofoco, tengo que hacer alto para sentarme a descansar, fui a ver al médico al dispensario y me dijo que era una gripita, me dio unos jarabes para mi tos, ya son varios frascos que me chingo y estoy iguanas ranas. Fui al sindicato, platiqué con el secretario de trabajo y le pedí que me echara la mano para mi retiro.

       Me dijo que eso iba para largo, porque los de la compañía tienen que hacer una compulsa
       de los días, los trabajados, los que falté y  de los que se me iban cuando acudía al dispensario, las vacaciones, los permisos, los días de descanso obligatorio; en fin, para no hacérselas larga, me llevó con el doctor de la compañía, me revisó y preguntó qué es lo que me había dicho el doctor del dispensario médico. Le dije, que me explicó que es una gripa, y me contestó que sí lo es.
Me dijo que el jueves que me toca ir con la doctora de Neumología, a la clínica minera, me hiciera un reconocimiento y me sacara la incapacidad que tenía en los pulmones.
Me mandó a sacar unas radiografía y me citó al día siguiente, cuando fui, vio las radiografías y me preguntó:
    •    ¿Cuántos años lleva trabajando en la mina?

    •    35, sin falta alguna – Le respondí.

Se quedó mirando por mucho tiempo las radiografías, y me dijo:
    •    Sus pulmones están limpios, señor, usted no está silicoso, estas manchitas que ve son de la  bronquitis que ahora tiene, no le puedo sacar incapacidad.

    •    Que me gana la risa, ¡pinche vieja pendeja! Si mis pulmones están como mapas y me dice que están limpios, me cae que tengo los pulmones hechos atole,.

    •    Ya nos echó un albur don Tirso, ¿qué pasó? Es que en la clínica minera no hay neumólogas, ella es pendejóloga.

La señora de don Tirso, nos preguntó:
    •    ¿Se van a quedar a comer un taquito?

    •    No se moleste, señora, mejor nos regala un vaso de agua.

Que responde don Tirso:
    •    Agua solamente los gueyes, por ahí tengo un poquito de caña, sírveles una copita.

La señora la sirvió y nos dijo don Tirso:
    •    Salucita, porque a lo mejor, como dice la canción: En el último trago nos vamos.

Al tomarla don Tirso, lo atacó una tos muy fuerte, su señora le daba golpes en la espalda, el pobre viejito sacaba los ojos como de burro, se puso como camote morado, las venas del cuello parecían que se le reventaban; después del susto comimos unos frijolitos de olla y unas tortillas con chile, cuando terminamos don Tirso prendió una colilla de cigarro, y soltaba el humo lentamente, como si sus pensamientos estaban en otro lado y nos platicó:
    •    Hace muchos años, fui contratista de la mina de Santa Ana y ganaba un chingo de pesos pero el alcohol y las viejas me dejaron en la calle, Teníamos dos hijos, fuertes y sanos, Juan de 20 años, y Mario de 18, ellos querían estudiar, pero los metí a la mina en contra de su voluntad. Al cabo del tiempo se acostumbraron y les gustó, ya ven como dicen: “la mina nos da en la madre, pero nos encariñamos con ella” en una ocasión tuvieron un accidente, se encampanó la carga y como ellos estaban en las ruinas, Mario se subió a poner una fajilla con dinamita, pero al bajar le cayó una piedra en el cuello que lo dejó inmovilizado, Juanito al ver a su hermano se subió a ayudarlo, en esos momentos tronó la dinamita y los hizo cachos. Desde entonces, yo me siento culpable por meterlos a huevo a la mina sabiendo que está llena de peligros. Para mí fue la muerte, quise dejar la bebida pero no pude, luego para acabarla de chingar se murió un sobrinito que también era minero, estaba en un vaciadero.

Los ojos del viejo se llenaron de lágrimas.
    •    Vieja, enséñales la foto de mis hijos.

La señora, con mucho cuidado sacó de un cajón y entre varios papeles, una fotografía envuelta con un listón negro con cara de gusto y ternura, les dio un beso y nos dijo:
    •    Estos son mis hijitos, para mí están vivos, porque siempre los traigo en el pensamiento, me hice a la idea de que mis hijos se fueron a estudiar a donde querían, lejos de aquí, ahora son doctores y pronto los voy a ver para que nos curen.

Eran dos jovencitos sonrientes; al entregarle la fotografía, la señora la volvió a guardar con el mismo cariño de cuando la sacó.
Fue tanta la tristeza que sentimos que al “Cuervo” y a mí se nos salieron las lagrimas y mejor tocamos retirada.
    •    Ya nos vamos maestro, cuídense mucho y si se les ofrece algo, aquí estamos para ayudarlos.

Don Tirso con trabajo se levantó y estrechándonos las manos, dijo:
    •    Muchas gracias, por acordarse de este viejo.

SalImos de ahí, callados.
Al día siguiente nos avisaron que el maestro Tirso había muerto, lo acompañamos en el velorio e hicimos cooperacha entre los cuates, para enterrarlo como merecía, porque la compañía solo les regala un cajón que hacen los carpinteros, de la hacienda de Loreto, y lo demás lo pagan los familiares.

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