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Un Infierno Bonito

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“EL CARGADOR”
Hace unos años era muy difícil que la Cruz Roja o las patrullas de la policía subieran a hacer el recorrido que ahora hacen.

No había carreteras, sólo caminos reales, que los vecinos utilizaban para llegar a sus casa, pero cuando algún familiar se les enfermaba, ahí estaba lo cabrón, porque lo tenían que transportar entre varios, y muchas veces se les caía, lo mismo les pasaba si lo hacían en algún animal como caballo o burro. En cada uno de los distintos barrios tenían su cargador, que se dedicaban a bajar al enfermo, pero ellos tenían la maña: lo sentaban en una silla y lo amarraban muy bien, luego se lo echaban a uno de los cargadores con reatas, que les daban vueltas en el pulmón, a manera que el enfermo iba mirando hacia atrás, y el cargador para adelante.
Allá por los años sesenta abrieron las calles tumbando casas, a manera de que cupiera un coche y en un solo sentido. Los cargadores ya no eran utilizados, y mejor buscaban trabajo en el mercado o descargando el ferrocarril o alguna mudanza que le salía más barato al cliente. Al primero que dieron de baja y bajaron sus bonos, fue a Francisco Pérez, del barrio de La Palma.
Pancho, “Cavernario”, era un pinche animalote, media un metro con 80 centímetros, estaba bien mamado, pesaba 90 kilos, y tenía unas patotas como de gringo. Yo creo que si se hubiera caído de cabeza de una azotea, caía parado. Su vieja era un chingaderita de mujer, que se llamaba Josefina, y le decían “La Chepa”. Vivían en la calle de Simón Bolívar, abajito de la cantina “La Palma”.
Pancho, lo mismo cargaba costales en el mercado que descargaba los vagones del ferrocarril. Me cae que lo llegué a ver cargando 2 costales de 100 kilos de maíz, por eso se le hicieron las patas planas y las piernas de charro. Se juntaba mucho con sus 2 pistoleros, “El Chon” y “El Pelos”, que eran de la misma camada. Les gustaba chupar pulque de a madre, y se decían compadres.  Siempre andaban juntos, parece que los habían parido al mismo tiempo. Después de cargar los bultos se iban a tomar pulque con las “Cuereras”, que son unas señoras que lo venden de contrabando arriba del Mercado Primero de Mayo. Los inspectores de la Presidencia Municipal se las pelan porque como las señoras usan sus enaguas largas y amplias, se sientan y en medio tienen el cuero de pulque, cuando llega un cliente se levantan la nagua, sacan la trompita del cuero y llenan el jarro de 2 litros. Como es pulque del mero bueno, con 5 jarros quedaban hasta la madre, con el hocico abierto, que no se podían parar. Les costaba trabajo subir al barrio. Daban unos pasos para adelante y otros para atrás. Se metían a la cantina “El Relámpago” y le decían al cantinero:
–        ¡Órale, pinche “Bolas”! Sírvele tres jarras de pulque para acabarnos de llenar. Pinche subidita está larga.
–        ¡Ni madre! Ya no les vendo nada, luego se quedan dormidos y es una bronca sacarlos. Tengo que llamar a sus viejas y a mí es a quien le mientan la madre por venderles pulque cuando ya están borrachos.
–        ¡Le sirves o me cae de madre que nos brincamos el mostrador y nos tomamos el barril! Tú no te fijes en la música. Sigue bailando.
En la cantina era un desmadre. Siempre estaba llena. Todos los borrachos con su tema, la sinfonola tocando a todo volumen, y ellos platicando a gritos.
–        ¡Yo pienso que mejor nos dediquemos a otra cosa, compadre! Lo que ganamos no nos alcanza para mantener a la familia. Tengo 10 chavos y parecen que son pirañas; luego se dan en la madre entre ellos porque algunos comen doble.
–        ¿Cómo qué compadrito?
–        ¡No se! Pero ya me duele la cintura de tanto cargar costales. Luego camino que parezco mujer como si hubiera parido chayotes. Nos pagan muy poco. Mi pinche vieja comienza a rebuznar de que no le alcanza el gasto.
–        ¡No te empates, compadre! Ayer tuve que darle de madrazos a mi vieja porque se me puso al brinco. Me amenazó de que se iba a ir y dejarme los chamacos.
Pancho, “El Cavernario, le preguntó al “Pelos”:
–        ¿A ti compadre “Pelos”, tu vieja no te protesta?
–        ¡Ya me dejó! La cabrona. No sé si se fue con sus padres o con algún aventado de esos gandayas que están listos para recogerlas.
–        ¿Te abandonó en un rincón?
–        ¡Saco!
–        La lengua de perro flaco.
En esos momentos entró doña Luz, una señora que vivía en el callejón de Manuel Doblado. Era cuñada del “Chirimoya” que vendía café por las noches, afuera del mercado de Barreteros. Al verla el cantinero le dijo.
–        ¡Sálgase señora! Por favor. Luego vienen los tecolotes a chingar que me quieren clausurar por meter viejas.
–        ¡Cállese, pinche viejo, pendejo! Sólo vengo a ver a don Pancho. Quiero que me haga un  favor.
–        ¡Allá afuera lo ve! Grítele desde la puerta.
–        ¡Pst! Don pancho, venga por favor un momentito.
Se levantó rápido, acomodándose la cachucha que traía de lado. Le dijo “El Chon” con voz baja:
–        Órale, pinche compadre, vas agarrar bueno. Quiere que le hagas un favor. Ya ves que tiene años que se le murió su viejo, pero con estas madrizas, no vas a poder.
–        ¿Para qué soy bueno, doña Luz? Estoy a sus órdenes.
–        No sea malito. Hoy me falló el Negrito, el hijo del Charrito, y no hay quién me eche la mano. Ya es muy noche. Por favor, lléveme mi mesa al mercado de Barreteros, y le doy una lana. El pinche viejo que también me la lleva, se torció una pata. Hoy estoy de malas.
–        ¡La mera neta, señora! No estoy en servicio. Ya me di en toda la madre en la mañana y estoy descansando con mis cuates de las chingas que me llevo en mi trabajo.
–        ¡Ay! No se haga del rogar. No se chispe. Son unas cuantas cuadras. Le doy 30 pesos y su cafecito con una torta de tamal. Y si me hace un buen trabajo, le doy la chamba de planta. En 10 minutos se va a ganar 30 pesotes.
–        ¡Híjole, señito! Va a pensar que soy chiva, pero nomás porque usted me lo pide, que sean cuarenta.
–        No se mande, don Pancho. Lo que va a cargar es una mesa, arriba una olla de café y el anafre. Yo lo he visto en el mercado cargar unos costales grandes, llenos de verduras; hasta se le sale el aire y anda como burro y le pagan 10 pesos por costal.
–        ¡Ya dijo! Nada más me espera un ratón mientras me echo la caminera.
–        No se tarde, que son las 9 de la noche y debería estar a las ocho.
Pancho, Cavernario, entró corriendo, levantó la jarra y les dijo a sus compadres:
–         ¡Salud! Ahorita vengo, compadres. Nada más dejo la mesa de la señora y me regreso de boleto. Hay pidan otras jarras para que no los vaya a correr el pinche cantinero.
Pancho fue por la mesa al callejón; ya estaba preparada. Se metió debajo de ella y la cargó con gran facilidad. Tenía que bajar 10 escalones y como estaba borracho, le falló uno y se vino de madre, tirando lo que llevaba, quebrando la mesa, regando el carbón prendido, y el café. Doña Luz se agarró la cabeza cerrando los ojos, no dando crédito a lo que había pasado. Pancho, “Cavernario”, se levantó tratando de juntar el carbón; fue por la olla, que quedó toda desmadrada y sin café.
–        ¡Chíngale señito, una de malas! Me fallo una pata.
–     ¡De malas, cabrón!  Lo que pasa es que viene usted bien borracho. No me di cuenta cuando lo contraté. Pero ahora me paga lo que quebró, principalmente mi mesa, si no de lo contrario voy por mi familia y le damos una chinga buena por pendejo.
–        ¡No me apantalle, señora! Fue un verdadero accidente. Se me atoró la chancla en el escalón. Y de una vez le digo que no le voy a pagar ni madre.
Panchito se sobaba las rodillas, pues se las había raspado del mulazo que se dio, y se echaba saliva. Cuando llegó doña Luz con su cuñado “El Chirimoya”, su otro cuñado que le hacía a la maroma, había sido luchador; su concuño, el Rafles, su mamá, su suegra y sus hijos, y sin darle tiempo de montar a su caballo, le dieron una madriza familiar, que el pobre nada más pujaba. Recogieron lo que quedó y lo dejaron tirado en un charco de sangre, todo desmadrado. Mientras tanto sus amigos estaban preocupados en la cantina, esperando para chupar.
–        ¡No parece mi compadre! ¿Qué le habrá pasado? Ya tiene dos horas que se fue.
–       ¡Ya no tarda! Vamos a pedirle una jarra de melón, porque va a venir cansado y con sed.
Pasó el tiempo, y Pancho, Cavernario, llegó a la cantina caminando chueco, como cangrejo, todo raspado, parece que lo había arrastrado un caballo, de lado de frente y de cola, y todo madreado, con un ojo cerrado, y le habían arrancado mechones de pelos. Al verlo sus amigos se asombraron.
–        ¡Ay güey!
–     ¿Qué te pasó?
Pancho se los quedaba mirando. No podía hablar. Tenía el hocico como de puerco, los ojos casi cerrados, sangraba de la nariz y boca, de su cabeza le salía la sangre de tres descalabradas y estaba lleno de chipotes, todo revolcado y sin cachucha.
–        ¿Qué te pasó compadre?  Dinos algo. Parece que te quedaste mudo. ¿Te madreó tu vieja?
Uno de ellos le limpió la sangre con su suéter, le jalo el labio hacia afuera y le echo el pulque. Les decía el cantinero:
–        ¡Lo van a hogar, cabrones!
–        ¡No mames, es para que agarre fuerza y pueda hablar!
Le dijo “El Chon”:
–        ¡No nos espantes compadre, por favor háblanos, dame un tequila doble por favor! Pero apúrate, pinche zonzo, qué no ves que se nos muere.
Se lo echaron en el hocico,  con las heridas que tenía le ardió, paró hasta la cola y se levantó rápido como resorte, moviendo los brazos como si fuera a volar, sacando la lengua y le salieron lágrimas.
–        ¡Dale otro!
Pancho les movió las manos diciéndoles que no. Sus ojitos le chillaban. Ya más tranquilo, con palabras entrecortadas, les dijo:
–        ¡Me caí con la pinche mesa, y toda la familia de doña Luz, me dieron en la madre!
Sus compadres pidieron una ambulancia y se lo llevaron al Hospital General; ahí estuvo internado 8 días. Al salir volvió a la rutina de siempre y les dijo:
–        ¿Saben qué compadres?
–        ¡Qué!
–        Les juro por Dios, y por la memoria de mi jefecita que está en el cielo, que mientras viva, jamás volveré a cargar una pinche mesa.