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Un Infierno Bonito

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“EL COCOLISO”

En el Cinturón de Seguridad, que se encuentra en las faldas del Cerro de San Cristóbal, junto a la mina de El Cuixi, en una de las grandes vecindades, vivía doña Martha y su borrachento viejo, llamado Julián; trabajaba en la mina de San Juan Pachuca.

Le gustaba de a madres empinar el codo, y era un gran chupador universal, pues cuando se terminaba el pulque y la cerveza, le entraba a la marranilla. Tenían un chavo de 6 años, que se llamaba Serafín, y con lo que ganaba en la mina no les alcanzaba, porque trabaja únicamente tres días por semana.
A doña Martha también le gustaba el chupe, y cuando estaba borracha y cuando comenzaban a pelear, también le entraba a los madrazos con don Julián. Se quería pasar de listo, no le daba el gasto. Se daban en la madre, y el pleito era parejo. Había veces que los dos quedaban desmadrados. Julián descalabrado y la señora usaba gafas oscuras, que parecía turista, pero era para tapar los moretones, pues le dejaba los ojos como de rana. Una vez que iba al mandado la pararon unos señores:
    •    ¿Perdone, usted es la señora de don Julián?

    •    ¡Para servirles! ¿Qué se les ofrece?

    •    Su esposo se accidentó en la mina. Se lo llevaron al Hospital de la Compañía. Usted lo puede ir a ver allá.

    •    ¡En la madre! ¿Está vivo?

    •    Quién sabe, porque no abre los ojos y está tieso.

La señora quedó muda, por momentos, y se le rodaron las lágrimas. Entró a su casa, vio que su hijo Serafín estaba durmiendo, lo tapó con una cobija, se cubrió la cabeza con su rebozo y como sonámbula, llegó al hospital. Le dijo el doctor:
    •    Su esposo murió. En unas horas le llevan el cuerpo a su casa. Espérese para que les diga a los de la carroza adónde vive. Pero antes debe de traer unos papeles, como acta de nacimiento de él y de su esposa y si tiene hijos.

    •    Pasé al sindicato minero y me dijeron que en la Hacienda de Loreto me van a entregar una caja de madera, para enterrarlo.

    •    Así es señora; pero le advierto que la compañía no le va a dar ni un solo centavo hasta no que le pague su indemnización. Espérese y luego le digo todos los requisitos que necesita, porque fueron a la mina las autoridades y asegura el jefe de seguridad que cuando se accidentó estaba borracho.

Doña Martha se sentó y lloró amargamente su desgracia. Recordó los momentos más bonitos que pasó con su borracho viejo, y más lloraba, parece que le daban cuerda. A pesar de todo, lo quería.
Mientras tanto, en su casa, Serafín despertó por el hambre. Se fue derecho a la cocina, tomó un bolillo que había en la mesa, y le dio de mordidas. Puso una silla y con una cuchara quiso sacar los frijoles para rellenar su bolillo. Pero al estirarse se le movió la silla y se vino abajo con todo y estufa, cayéndole la olla de los frijoles hirviendo, en plena cabeza.
Un grito de dolor se escuchó en toda la vecindad, y Panchita, la portera, fue a ver lo que pasaba, encontrando al pinche muchacho quemado de su cabeza, como pollo rostizado.
    •    ¡Válgame Dios! Pobrecito niño. ¿A dónde iría su madre?

Le dijo otra de las vecinas:
    •    Yo la vi que iba echa la madre, que por poco y me tumba. Parece que le dieron una mala noticia, que le había pasado a su marido en la mina.

    •    No la chingue, Juanita. Dolor con otro dolor.

    •    Así es la vida. Ya ve lo que le pasó a mi viejo el día que se mató su hermano. Se había muerto su jefa, y luego le hablaron a su familia que tiene en Real del Monte, y el camión se vino al barranco y se mataron varios de sus parientes, su tía, primos, compadres y amigos, que venían al sepelio.

Serafín ya no lloraba, estaba desmayado, con toda la cabeza pelona. Doña Pancha lo cargó y fueron a la casa del juez del barrio, y lo mandaron al Hospital Civil.
Al pasar las horas, en pleno barrio, se detuvo una carroza, y comentaban:
    •    ¡Ah, chinga! ¿Quién se habrá quebrado?

    •    A lo mejor fue Julián. Mira la vieja que chilla como La Llorona.

Cuando a doña Martha le contaron lo que le pasó a su hijo, no pudo resistir y dio el changazo, que hasta las paró las patas. Los vecinos buscaron a doña Sara, la mamá de Martha; ella se hizo cargo de todo. Le dieron a oler alcohol con cebolla, y cuando volvió en sí, comenzó a gritar como loca:
    •    ¡Mi hijo, quiero ver a mi hijo!

Trataba de levantarse, pero las patas no le respondieron, y se puso otro mulazo. La señora Sara le dijo:
    •    Ya fueron tus hermanos y tu papá al hospital, a ver qué le pasó a tu hijo. Tú descansa porque tienes una noche de espantos. Hoy vas a velar a tu esposo.

    •    ¡Déjame ir a ver a mi hijo!

    •    La señora Sara, que era de pocas pulgas, la tomó del brazo y a jalones, la llevó al otro cuarto.

    •    ¡Te controlas o te rompo la madre! ¿Por qué dejaste al niño solo?

    •    Es que no se me ocurrió llevármelo, al saber lo de Julián.

    •    ¡Pues más te vale que el niño se salve, si no me cae que te echo al cajón con el otro cabrón.

    •    ¡Pero es mi hijo, a ti qué te importa!

La señora se regresó y le puso dos cachetadas, que por poco y le voltea la cabeza. La señora Sara escombró el cuarto y les dijo a los de la funeraria:
    •    ¡Déjenlo aquí por favor!

    •    ¿Quién me firma de recibido?

    •    Ahorita no hay quién le firme. La señora no se encuentra en condiciones.

    •    Entonces no podemos dejar el servicio.

    •    Llévense sus cosas con todo y pinche muerto. Mañana vienen a que les firmen.

La señora Sara se paró en la puerta y los vecinos le preguntaron cómo había estado lo del accidente del niño; al muerto ni lo pelaban. Poco después doña Martha salió con los ojos de rana, de tanto chillar, y le preguntó a su mamá:
    •    ¿Cómo está mi hijo Serafín?

    •    No lo sé; pero ahorita vamos al hospital para que nos digan.

    •    ¿Y Julián?

    •    ¡Hay déjalo al cabrón, ni modo de que se vaya!

Cuando llegaron al hospital, le informaron las enfermeras:
    •    Tiene quemaduras leves en todo el cuerpo, pero sí está muy quemado de la cholla. Alguno de ustedes tiene que quedarse a cuidarlo.

Respondió la señora Sara:
    •    Mi hija es la madre y ella se quedará.

    •    ¡¡Mamá!! ¿Y mi esposo?

    •    Yo me hago cargo de todo. ¿Dicen que se mató en la mina?

    •    ¡Sí mamá!

    •    Pues voy a ir a ver a esos bueyes de la compañía Real del Monte para que lo velen. Al rato te la van a hacer de pedo: que era faltista, que debía  préstamo, y no te van a pagar nada. Y si no quieren ir, me cae que se los dejo en la puerta.

La señora Martha se quedó llena de angustia por su viejo. Lloraba al ver a su hijo que estaba como fakir, vendado de la cabeza. Cuando llegó doña Sara a la casa de su hija, los cuates se habían puesto parejos con el café, el pan y el tequila. Unas señoras, como siempre comedidas, le rezaban un rosario. Doña Sara le preguntó a su señor:
    •    ¿No ha venido Goyita, la mamá del difunto?

    •    ¡Ay, mujer! Julián se portó muy gacho con ella. ¿Cómo quieres que venga?

    •    Para mí hay que darle gusto al muerto. Cuando estaba vivo no le gustaba estar en su casa, no salía de la cantina, que lo velen allá.

    •    ¡No seas cabrona, vieja! Cómo quieres que se lo lleven a la cantina; era borracho pero no tanto. Ya te pareces al pinche diputado independiente Pablo León Orta, que dice que tenemos el primer lugar en borrachos. O que se lo llevemos a la casa de su mamá; la señora apenas tiene para comer. Tú no entiendes razones. Tienes el corazón de piedra. Eres más culera que el diputado hablador. 

La señora Sara, muy enojada, le mentó la madre a su señor, delante de la gente, y don Álvaro la disculpó:
    •    Perdonen a mi vieja. Está loca de dolor por su yerno que está tendido.

Pasaron las horas y por la mañana, les dijeron que tenían que pagar un dinero en la presidencia municipal.
Doña Sara le preguntó a su marido:
–  ¿Dónde puedo ver a los secretarios del sindicato? Se supone que el muerto pagaba sus cuotas y tienen que entrarle con una lana mientras la Compañía le da la indemnización.
    •    El sindicato minero queda en la calle de Leandro Valle, y el secretario general se llama Agapito Herrera. Pero a ti qué te importa. Deja que venga mi hija.

    •    Entonces, a todos los que están aquí dales de comer y cúrales la cruda. Te estaba diciendo desde anoche que se lo lleváramos al cantinero; pero te pones pendejo. Ahorita vengo.

La señora Sara llegó al sindicato minero y preguntó adónde podía ver al secretario general. Le dijeron dónde, y se metió a su oficina. La secretaria le paró el alto:
    •    ¿Dónde va señora? Nadie puede entrar sin anunciarla.

    •    ¡Ah chinga, chinga! Avísele que soy la suegra del minero que se mató ayer en la mina, y me urge hablar con él.

Salió la secretaria y le dijo:
    •    ¡Fíjese que me acordé que el señor Agapito Herrera salió al Ejecutivo Nacional, lo mandó llamar el señor Napoleón Gómez Hada. Como es un asunto urgente, yo creo que regresa dentro de un  mes. Déjeme su nombre.

La señora caminó a la puerta de la oficina y abrió de un caballazo, que espantó al secretario y se cayó de la silla.
    •    ¿Por qué se esconde? Si no le vengo a pedir nada para mí, sólo quiero que ayude a mi hija. Su viejo se mató ayer en la mina de San Juan Pachuca.

    •    Ya lo sé señora, pero no es asunto nuestro, es cosa de la compañía.

    •    Pues déjeme decirle que usted es el indicado para arreglar todo lo que nosotros estamos sufriendo, porque no tenemos dinero. Usted como secretario general, debe de presentarse con los de la compañía para que de una vez le den el dinero que le corresponde. Se clavan todas las cuotas y se hacen bueyes.

El dirigente tocó un timbre y llegó la secretaria.
    •    ¿Está el velador, el que corta el pasto y el que hace la limpieza?

    •    Sí, señor.

Doña Sara pensaba que le iban a dar el dinero que pedían en la presidencia municipal, pero se llevó una sorpresa cuando entraron.
    •    ¿Nos mandó llamar, señor?

    •    ¡Si, saquen a este pinche vieja de aquí!

Los hombres cargaron a doña Sara y la llevaron a la esquina; se regresaron corriendo y cerraron la puerta del sindicato. Doña Sara fue a patear la puerta. Llamaron a la policía y se la llevaron a la cárcel. Mientras que el señor de Sara les dijo:
    •    Ya es la hora de que nos llevemos al difunto al panteón. Su madre no vino, ni ninguno de su familia. Mi hija, su esposa, está cuidando al niño que está en el hospital. Mi vieja fue al sindicato y no parece. Ahora sí me dejaron al muerto.

Lo llevaron al Panteón Municipal. Don Julián se fue a la tumba y a los pocos días, Serafín salió del hospital. Y todo quedó olvidado. Nadie se acordaba del muerto.
Pasaron los años, y Serafín quedó pelón, como Salinas de Gortari, y le pusieron “El Cocoliso”. hecho todo un hombre, le dijo a su mamá:
    •    Ya que no quieres que me vaya a trabajar en la mina, me voy a meter a trabajar en la albañilería, para que no te falte nada. Y, como cosas del destino, al primer día de trabajo, se cayó del andamio, de pura cabeza, y hasta ahí quedó “El Cocoliso”. Su abuelita, doña Sara, se murió de la impresión, y doña Martha quedó loca. En esta forma dramática, se fueron al panteón parte de una familia de mis entrañables personajes. ¡Descansen en paz!