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Un Infierno Bonito

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“EL CHICHO”
 
Narciso, “El Chicho”, era un muchacho flaco y descolorido. Aficionado de hueso colorado al  futbol. Lo traía de nacimiento porque cuando estaba en el vientre de su madre le daba de patadas.

Desde chico chutaba bien duro. Rompía las ventanas de los vecinos o le daba con el balón en la cabeza a quien pasaba. Así fue creciendo. De tanto patear lo que encontraba, traía lo zapatos como hocico de cocodrilo.
Cuando tenía 16 años se metió a trabajar en la mina de San Juan. Jugaba en un equipo del Centro Social y Deportivo Pachuca. Su novia era Juana, “La Bola”. Estaban muy enamorados. Cada que se veían se daban unos besotes que se les hacía el hocico chueco. Su suegra, doña Chucha, siempre estaba al pendiente del noviazgo, pues como sabía que el “Chicho” era buen goleador, no le fuera a meter un gol a su hija. Cuando llegaba tarde la regañaba:
‑          Anoche llegaste tarde, y me tenías con el pendiente.
‑          ¡Mamá, por favor! Ya estoy demasiado grandecita para saberme cuidar; fui con “Chicho” al cine.
‑          Pero llegaste después de las 9 de la noche, y te fuiste desde las 4 de la tarde.
‑          Es que las películas de Pedro Infante me gustan mucho, y nos quedamos a verlas  dos veces.
‑          ¡Ándate con mucho cuidado! No le tengo confianza a ese güey.
‑          Me dijo que para la semana que viene sus papás van a pedir mi mano.
‑          ¡Eso me lo andas diciendo desde hace dos meses!
‑          “Chicho” quiere hablar con mi padre.
‑          ¿Con tu padre?  Ni yo puedo hablar con él. Siempre llega pedo.
Mientras las viejas platicaban, “El Chicho” llegaba al barrio de El Arbolito, todo revolcado, con el short lleno de lodo. Sus piernas estaban tan flacas, con riesgo de que algún perro se las arrancara confundiéndolas con un hueso. Con los cuates se ponía a echar cascarita. Corrían como si estuvieran en un campo. Una vez se llevaron a un viejito de corbata y lo tiraron. Se le  armó la bronca.
‑          ¡Fíjate, infeliz! Ya tiraste a mi abuelito.
‑          Fue sin querer, señora. Estamos jugando.
‑          ¡Habían de ir a jugar a casa de su madre!
 “Al Chicho” no le importaba. Era un buen jugador, y usaba en su camiseta el número 9. Una vez que jugaba en el Aeropuerto, por la mañana, pasó a silbarle a su novia para que lo acompañara. “La Bola” salió y le dijo:
‑          ¡No puedo ir contigo!
‑          ¿Por qué?
‑          Ayer se murió  mi tía, y mi jefa se fue desde anoche. Me quedé a hacer el quehacer. Me dijo que la alcanzara en la tarde en el panteón.
‑          ¿Y tus carnales?
‑          Se fueron todos. Yo quería verte jugar.
‑          ¿Como a qué horas vas alcanzar a tu jefa en el panteón?
‑          Me dijo que como a las cinco de la tarde.
‑          Me das chance de pasar a tu casa. Sirve de que pongo en regla las credenciales de los jugadores.
‑          ¡Ándale, pásale! Mientras te hago un café, para que no te vayas con la panza de farol.
“El Chicho” se metió  a la casa de su novia. Mientras ella le atizaba a los frijoles, él se puso a leer los reglamentos del futbol. Cada que se le acercaba “La Bola” le daba un beso y le dijo:
‑          Ya no te quiebres la cabeza, mi amor. Siempre lees lo mismo.
‑          Es que tengo que tener todas las reglas bien aprendidas, porque los árbitros me la hacen de cuento y  marcan lo que quieren. Siéntate aquí. Te voy a explicar cómo son las reglas del juego.                                     
“El Chicho” la puso fuera de lugar, le cometió una falta dentro del área y de una vez, le aplicó un tiro directo. Horas después salió de la casa de su novia, llegó al campo y en la cancha no rindió. Se le hicieron las patas de hilacho y lo sacaron. Pasaron las semanas, y “El Chicho” se había hecho ojo de hormiga. Ya no se le veía en el barrio. “La Bola” andaba muy preocupada, y se volvía loca preguntando por él. Varias veces fue a buscarlo a la mina. “El Chicho” se le escondía. Juanita, “La Bola”, se armó de valor y le confesó a su mam lo que había pasado con su novio. La señora se puso como cavernaria´. La agarró de los pelos y le dio una madriza que apenas podía dar el paso. Le preguntó:
‑          ¿Cuándo fue?
‑          El día en que se murió  mi tía, que me quedé sola.
‑          ¡Te lo dije, babosa! Esos cabrones nomás buscan la oportunidad y adiós; pero eso no se va a quedar así. Lo voy a buscar, le voy a rajar toda su madre, y lo hago que se case contigo para tenerlo como pinche gato.
‑          Doña Chucha era una señora de mal genio, y no le tenía miedo ni al diablo. La hizo de detective. Lo anduvo buscando por ahí, por allá. Sus esfuerzos no fueron en vano, porque uno de sus contactos le dijo que “El Chicho” jugaba en la Unidad Deportiva.
‑          La señora llegó con un garrote en la mano, se paró en la raya, mirando cómo jugaban los futbolistas, buscando con la vista al número 9, que usaba un uniforme rayado como el de las “Chivas”.  Cuando lo localizó, la señora se metió al terreno de juego. El árbitro pensando que era un porrista, le silbó y le mostró una tarjeta roja, y le dijo:
‑          ¡Está usted expulsada!
 Le señaló que se saliera de la cancha. La señora le azorrajó un garrotazo a medio lomo, que el silbante se dobló de dolor. “El Chicho” al verla se echó a correr, pero la mujer lo alcanzó por la portería, y le pegó con el palo en la cabeza. Y no dejaba de mentarle la madre:
‑ ¿Qué dijiste, me como la torta y me echo un refresco, no? !Pues te la vas a pelar! ¡Toma! ¡Toma!
La señora no dejaba de pegarle al pobre “Chicho”. Sus compañeros se metieron a defenderlo. La fémina comenzó a aventar garrotazos parejos. Uno de los abanderados le fue a decir:
‑          ¡Sálgase del campo, vieja loca!
Sin decirle nada, le soltó un palo en la cabeza, que cayó cuan largo. Los jugadores se le aventaron tirando a doña Chucha al suelo; le echaron bolita, le quitaron el palo. Unos la agarraron de las manos, otros de las patas, y la sacaron del campo. Llegó la policía y se llevaron a todos, por los heridos que había. En la barandilla  se arreglaron las cosas. “El Chicho” prometió casarse con “La Bola”.
Como vivió en la casa de su suegra, fue un verdadero infierno. Lo traía con una disciplina  militar. Tenía que entregarle todo lo que ganaba, y no lo dejaba salir. Estaba en su casa como un gato ratonero. “El Chicho” se fue acostumbrando a esa vida. Para ver a su mamá tenía que pedirle permiso a su suegra.
Al año nació su niño del “Chicho”, un pinche escuincle chillón y mañoso, que nada más quería que lo trajeran en brazos. Su señora “La Bola” también le aplicó la Ley de Herodes. Nunca le perdonó que se pasó de listo.
Cuando su suegra murió, “El Chicho” fue el hombre más feliz del mundo. Estaba muy contento, que brincaba de gusto, y se dio el lujo de pegarle a su vieja. Al pasar los años, la vida lo recompensó y logró lo que tanto quiso: ser portero, pero de un edificio.
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