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Un Infierno Bonito

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MI HERMANO
Trabajaba en la mina de San Juan Pachuca, en un contrato donde tenía que bajar 370 metros.

Nos metíamos al túnel que nos llevaba a la mina de Santa Ana. Hacía un calor como en Acapulco. Teníamos que trabajar únicamente con un calzón o una franela atravesada. Salía arrastrando las patas de cansado. Un día me vio el sotaminero Rogelio Arreola, que apenas podía con mi alma, y me dijo:
    •    ¿Con quién estás trabajando?

    •    Con Pascual Jarillo.

    •    Ahí estás trabajando en el infierno. Un día de estos te vas a morir. Mañana me buscas temprano. Voy a hablar con los ingenieros, que te cambien de trabajo.

    •    Muchas gracias, señor.

Al día siguiente me mandaron al departamento de Muestreadores de Ingenieros. Mi trabajo como ayudante de muestreador, era caminar mucho por todas las diferentes minas para sacar una muestra de la veta que están barrenando para saber cuántos gramos de oro y plata tiene por tonelada.
Llevábamos un pandero de lona grande y bolsas para guardar las piedras ahí y llevarlas al muestreo para saber cuánto tenía de metal. Ahí encontré a nuevos compañeros, como “El Hongo”, mi maestro “El Pocos”, a “El Piojo”, “La Morsa”, y a Antonio Hernández, quien estaba estudiando para maestro normalista.
Eran muy cabrones, al igual que los otros. Ellos vivían en el pueblo de San Miguel Cerezo. Me enseñaron cuál sería mi trabajo. Aprendí muy rápido. A través del tiempo, tenía mucha práctica para sacar las muestras. Como era alpinista, me subía con facilidad, como chango.
En una ocasión nos mandaron a la mina de Paraíso, en el nivel 480, o sea cuatrocientos ochenta metros de profundidad. Fuimos a sacar las muestras a un chiflón, y me dijo “El Piojo”:
    •    Súbete, pinche Gato Seco, y apúrate para que salgamos temprano. 

Sacábamos las muestras en la vía del motor, las quebrábamos hasta dejarlas al tamaño como de una nuez. Cargábamos las bolsas, nos teníamos que regresar para que nos sacaran a la superficie. Mi maestro “El Pocos”, “El Bony”, “El Piojo” y “El Profesor” se habían bajado por las escaleras. Llevaban varios metros. Yo fui el último. Había bajado como 50 metros, cuando escuché que una piedra grande se desprendió, porque venía rebotando en la tubería del agua. Metí el brazo en la escalera, me agarré muy fuerte la gorra; una piedra me la voló y otra me abrió la cabeza, con todo y gorra (sombrero de seguridad). Quedé a oscuras. Sentí que me escurría la sangre por todo el cuerpo. Escuché los gritos de mi maestro:
    •    ¡Gato, Gato! ¿Estás bien?

    •    ¡Sí!

    •    Te vamos a echar la luz para que bajes, hazlo poco a poco.

Cuando llegué con ellos, sentía que me desmayaba de tantas sangre que me salía de mi cabeza. Dijo uno de los perforistas:
    •    Llamen al motor, este muchacho tiene un agujero grande en la cabeza.

El Profesor se quitó su playera, me la cubrió la cabeza, poniéndomela como turbante.
Llegó el motor, me llevaron al nivel 170, ahí me estaba esperando otro que me trasladaría al nivel 30, o sea que me faltaban 30 metros para salir. Cuando llegamos estaban filmando una película. Tenían a un actor en la camilla y estaban pidiendo la jaula para que lo sacara.
El Profesor pidió la calesa con toque de accidente 5-5 y nivel. Cuando llegó la jaula, El Profesor me cargó como niño chiquito, le dijo al calesero que nos subiera. Al llegar a la superficie, estaban filmando, creyendo que yo era el actor. El director de la película, al ver que El Profesor me llevaba en los brazos y no iba en la camilla, gritó:
    •    ¡Corte, corte, así no va, así no es!

El Profesor le dio un aventón y le dijo:
    •    ¡Quítese, pendejo!

Me llevaron de emergencia al Hospital de la Compañía Real del Monte y Pachuca, que se encontraba en la calle de Allende, donde ahora se encuentra el D.I.F. Los médicos me cosieron la cabeza, y me quedé internado, no dejando entrar a nadie de mis compañeros, ni a mi familia.
Al enterarse uno de mis hermanos, que le gustaba el chupe de a madres, que se llamaba Luís, no sé cómo le hizo pero entró a verme. Me preguntó qué me había pasado.
Le dije:
    •    Me cayó una pegadura que me abrió la cabeza. Dile a mi jefa que estoy bien. Me voy a quedar unos días, ya me curaron. Les dices a mis compañeros que no se preocupen, que sólo me abrí la cabeza.

    •    ¿Dónde veo a tus compañeros?

    •    En la cantina “La Veta de Santa Ana”.

Se despidió de mí. Se fue directo a la cantina, en el barrio de El Arbolito, que se encuentra a la salida al pueblo de San Miguel Cerezo. Todos eran del pueblo. Ahí estaban mis compañeros, tomando pulque como lo hacían cada fin de semana.
Abriéndose paso entre todos, desconectó la sinfonola. Uno de ellos le tiró un golpe que si no se agacha, le pasa lo que al perico.
    •    ¿Qué te pasa, pendejo, por qué quitas la música?

    •    ¿Ustedes conocen a Félix Castillo, El Gato Seco?

    •    Cómo no.

    •    Acaba de morir.

 Todos se quedaron muy tristes. Y le preguntaron:
    •    ¿Adónde van a traer el cuerpo?

    •    En la calle de Galeana 404, ahí  donde vivía; pero vengo a pedirles ayuda. Mi jefe anda de comisión y mi madre no tiene dinero; está como loca, no sabe qué hacer. Si ustedes quieren cooperar, se los agradeceremos.

Como era sábado, todos metieron la mano a la bolsa y le dieron dinero. Él puso su cachucha para que ahí le echaran, y les dijo:
    •    ¿Me puedo tomar una cuba para la pena?

    •    Tómese las que quiera.

Se bajaron al mercado a comprar flores y una corona grande con su nombre, dedicándomela. Regresaron, tocaron en mi casa, les abrió mi mamá, y le preguntaron:
    •    ¿Ya trajeron el cuerpo de Félix?

Mi madre, sorprendida, les preguntó:
    •    ¿Qué lo iban a traer?

    •    ¡Qué no sabe usted, señora! Su hijo murió.

Mi madre se desmayó. Dejaron las flores y se fueron. Las vecinas le ayudaron a reponerse. Mandó a otro de mis hermanos a buscarme; fue al hospital, habló conmigo y me platicó lo que había pasado.
Uno de mis hermanos le explico a mi progenitora que estaba bien, pero tenía que quedarme unos días en el hospital.
Duré 15 días internado, y un mes de incapacidad. Mis compañeros, como son del pueblo, no supieron nada, y me dieron por muerto. Pasaron los días, y regresé a mi trabajo, en un turno de noche. Cuando El Loco me vio, con sus dedos hizo la señal de la cruz, y dijo muy asustado:
    •    ¡Ave María Purísima! Tú estás muerto.

Corrió hacia el túnel. Yo lo seguí. Se quiso subir por una escalera, resbaló y se cayó. Comenzó a gritar como su apodo:
    •    ¿Auxilio. Un muerto!

Bajaron corriendo a ver qué había pasado, y al verme se echaron para atrás, se hincaron y rezaron un padre nuestro.
    •    Diosito de todos los cielos, llévate a este cabrón.

    •    Sonriendo, les dije:

    •    No mamen, güeyes…

El maestro me tocó los brazos, me puso su mano a ver si no estaba frío.
-Es el pinche “Gato Seco”.
Todos se rieron y se les quitó el miedo. Cuando estábamos en el comedor, me dijo mi maestro:
    •    Pinche “Gato Seco”. Nos debes una lana. Le dimos dinero a tu hermano cuando nos dijo que te habías muerto. Te mandamos a hacer una misa en el pueblo y otra cuando cumpliste un mes.

Yo le dije:
    •    Discúlpenlo, él es alcohólico. Busca la manera de conseguir para chupar.

Me contestó “El Loco”:
    •    Está bien que chingue, pero a su madre respete.

Todos reímos. Y lo pasado, pasado. Seguimos trabajando como siempre.