Un Infierno Bonito

EN  EL PERSONAJE DEL BARRIO DE HOY:

“LALO”

Eduardo González era un chamaco muy abusado. Tenía 14 años de edad y vivía con su papá “El Trompas”, que se llamaba Benjamín; era borracho profesional. Su vieja era doña Mercedes, mejor conocida en el barrio como “Doña Meche”. La señora ya estaba curtida de tanto madrazo que le daba su viejo borracho. Ellos vivían en el barrio de La Palma, en el callejón de Manuel Doblado.
A “Lalo” no lo bajaba de un flojo, de un vago, mantenido, pero en la realidad no encontraba trabajo porque estaba muy flaco, parecía esqueleto de mosco. Era alto, había crecido como las enredaderas, a lo pendejo.
Cuando llegaba a su casa su padre, mejor se salía o se hacía el dormido para no escuchar su sermón; lo levantaba de las greñas, le pegaba de cachetadas, le daba de patadas, corriéndolo de la casa. “El Trompas” no lo quería porque se escuchaba un rumor de que no era su hijo. Los demás se parecían a él: chaparros y gordos como chinchitas. “Lalo” era muy flaco, sospechaba que su vieja le había dado maroma con “El Zancudo”, un grandote que estaba hecho un palo.
“Lalo” era muy chambeador. Había veces que se lo llevaba don “Goyo” como chalán, o se iba con el “Chicharrín” como ayudante de herrero. Todo el dinero que le pagaban se lo entregaba a su jefa. Soñaba con estudiar y tener una carrera para mantener a su mamá y a sus hermanos. Una vez platicaba con su mamá:
    •    Fíjese jefa, me dijo mi maestro que le va a decir a un amigo para que me meta a la escuela en la nocturna y termine mi primaria. Me quedé en tercer año.

    •    ¡Ay, hijo! Qué diera yo porque se realicen tus sueños; pero ya ves tu padre, no endereza la trompa, y cada día se hunde más en la cantina, parece que su madre lo parió ahí.

    •    ¡Cállese! Hay viene.

De una patada, “El Trompas” abrió la puerta y al ver a “Lalo”, muy enojado, le dijo:
    •    ¿Tú que haces aquí, pinche vago, cabrón? Lárgate antes de que te dé en la madre.

    •    Déjalo, viejo, está tomando su café.

    •    Es nada más lo que sabe hacer, comer, dormir y huevonear.

La señora, conociendo al “Trompas”, lo tomó del brazo para llevarlo a su cuarto. “Lalo” le dijo:
    •    Espérese, jefa, por favor, quiero hablar con mi papá.

    •    Yo no hablo con pendejos.

    •    Hazle caso, Benjamín. En la radio dicen que hay que escuchar a los hijos.

    •    ¿Qué quieres decirme?

    •    Tengo deseos de estudiar, quiero ir a la escuela.

    •    Ja, ja, ja. No mames, güey, la escuela no se hizo para los jodidos. Aquí hay que entrarle para el chivo o no tragamos. Cuando estaba chico se me ocurrió decirle a mi padre lo que tú me dices; como respuesta recibí un madrazo en el hocico, así se me quedó, como trompa de puerco. 

    •    Pero los tiempos cambian papá.

    •    En eso  tienes razón, los hijos se ponen más cabrones con sus padres. Mañana te voy a llevar con el barretero de la mina El Porvenir para que te dé trabajo.

La señora al escuchar lo que decía su viejo, sacó los ojos y le contestó:
    •    No la chingues, te pasas de lanza, no lo puedes meter a la mina al niño. Aparte de que está muy chico, está súper flaco, hay que darle de comer un chingo para que engorde y entonces sí.

    •    En la mina se hacen chambas fáciles, mientras se le maciza el cuajo, después lo meto a la Compañía Real del Monte, en cualquiera de sus minas. Desde mañana dale medio litro de pulque en ayunas y otro medio litro en la comida.

    •    Pero él te está diciendo que quiere estudiar

    •    Mira, vieja, ya le entendí, si no soy un pendejo, pero aquí se hace lo que yo digo, es una orden. Es mejor que pares tu carro, porque me vas a agarrar encabronado y a ti también te mando a trabajar.

    •    ¿Y qué hago? ¿Acaso no lavo, plancho, les tengo la comida a sus horas y limpio la casa? ¡Qué le pelas!

    •    Ese es tu destino, para eso naciste, da gracias a Dios que encontraste un buen marido, si no ya te hubieras muerto de hambre.

    •    Poco me falta, cabrón. Lo que siento son mis hijos que me los estoy llevando entre las patas con la miseria que me das de gasto. Por tus malditas borracheras, no me alcanza. Se mantienen con frijoles y tortillas con sal. Luego los pobrecitos andan como ametralladora.

    •    ¡Ya mejor cállate, pinche vieja! No le busques ruido al chicharrón, sabes que cuando me encabrono vuelan madrazos por todas partes.

La señora sabía que Benjamín era más terco que una mula. Se quedó callada, haciéndole señas a “Lalo” de que se fuera a dormir. Al otro día, muy temprano, don Benjamín “El Trompas” se llevó a “Lalo” a la mina El Porvenir, que encuentra en el barrio El Arbolito. Se lo presentó al barretero Martínez:
    •    Mire, Barra, aquí le traigo un minero que le gusta trabajar de sol a sol y acepta poca paga.

    •    ¡Híjole! Está re chavo y además muy flaco. Al primer costal que le carguen en el lomo se le van a doblar las patas. Tú me habías hablado de un joven fuerte,  abusado, y me traes a un charal.

    •    Calmantes montes, barretero. Que se quede a prueba y luego hablamos. Me cae que está fuerte.

    •    Así lo ves porque siempre andas borracho, pero ya te di mi palabra; que se quede a trabajar. De una vez te lo digo que va a bajar a la mina, a ver si no se desarma.

Para el pobrecito de “Lalo” fue una gran lección que nunca olvidó en su flaca vida. Bajar a grandes profundidades dentro de un bote, cargar todo el día costales llenos de mineral en el lomo, y subiendo y bajando escaleras, a veces como chango agarrado de una reata, con miedo de que se diera en la madre.
Llegó a su casa arrastrando las patas, todo lleno de tierra, muy cansado, con las manos ampolladas. Al verlo su jefa se le rodaron las lágrimas.
    •    Pobrecito de ti, hijo. Te voy a curar las manos.

    •    Gracias, jefecita, pero no me duelen. Me voy a dormir.

    •    Siéntate a comer, te hice unos huevos en chilito pasilla, que tanto te gusta.

    •    No mamá, gracias, voy a descansar un rato.

Por la noche le dio mucha calentura por la madriza que había recibido en el trabajo. Al momento en que cerró los ojos, no los abrió hasta el otro día.
    •    ¡Hijo! Despierta, son las 6 de la mañana, tienes que ir a trabajar, si no para qué quieres que tu padre nos dé en la madre a los dos.

Se levantó, se lavó la cara, agarró sus tacos, su lámpara de carburo, su casco de minero que se le bajaba a las orejas. Dentro de la mina soporto las bromas, las maldades muy pesadas que le hicieron sus compañeros. Venció el miedo de morir como ratón aplastado. Acostumbrado al trabajo, nunca faltaba ni llegaba tarde. Eso despertó el respeto de sus compañeros y de sus jefes de trabajo.
Pasaron los días, las semanas, los meses y los años. “Lalo” había madurado y nunca le gustó el pulque, tampoco engordó, seguía igual de seco. El dinero que le pagaban todo se lo daba a su jefa. La iban pasando a toda madre. En su casa no había hambre a pesar de que “El Trompas” ya no quería trabajar. Les decía a sus amigos que ya tenía un burro de su propiedad. “Lalo” estaba muy contento y satisfecho de echarles la mano a sus hermanos para que no les faltara nada en la escuela.
Una vez que llegó del trabajo vio a su papa que tenía a su mamá en un rincón pegándole como pera loca. A doña Meche le llovían los madrazos por todos lados. Le aventaba rectos, ganchos y golpes con el puño cerrado. La pobre señora se enconchaba y se movía para todos lados para esquivar los golpes. Cuando la tenía con un candado en la cabeza, como luchador, y le dio un tope en la pared, “Lalo” entró en su defensa, agarró a su padre de la chaqueta, a la altura de cuello, lo jaló muy fuerte hacia atrás, cayendo de nalgas, pegándose en la cabeza, parando las patas. Le gritó furioso:
    •    ¡Déjela!

Agarró a su mamá, que estaba toda apendejada, con las piernas flojas y la guardia abajo.
    •    Véngase jefecita.

La sentó, le sirvió un vaso de agua, le sobó la joroba, mientras que “El Trompas” se levantaba echando madres, y le dijo a “Lalo”:
    •    ¿Cómo te atreviste a golpear a tu padre? Eres mal agradecido. Yo sé bien que no eres mi hijo, pero te he dado de comer toda la vida, por eso te nombro el hijo desobediente.

La señora intervino llorando:
    •    Ya, Benjamín, no comencemos. Tu hijo es “Lalo”.

    •    ¿Entonces, por qué no se parece a los demás?

    •    Porque me dijo la partera, que salió de pies, al jalarlo se estiró. No sé por qué dudas que es tu hijo.

“Lalo”, enojado, le dijo a lo mamá, mirando de frente a su padre, “El trompas”:
    •    ¡Ya cállese mamá! No le dé explicaciones. Si él dice que no soy su hijo, total, no lo soy y ya. Pero desde este mismo minuto le digo, que si te vuelve a tocar, a ponerte la mano encima, aparte de que reciba mis golpes, se va de la casa.

    •    No me apantalles, pinche flaco pendejo. Ahora sí los patos le tiran a las escopetas.

Sus compañeros que conocían la situación de Lalo, le daban consejos:
    •    Llévate un cartucho de dinamita, le pones su cañuela, y cuando tu papá esté durmiendo con el hocico abierto, se lo metes y le prendes.

    •    No mames, es mi jefe.

    •    Lo sabemos, pero te maltrata mucho.

    •    Ya estoy juntando una lana, y cuando tenga lo suficiente, me llevo a mi jefa y todos mis hermanos a otro lugar.

Pasaron los meses. “El Trompas” ya no peleó con su vieja, estaba cambiando; pero un día le dieron la mala noticia que su hijo se había matado en la mina. “Lalo” dejó un bonito recuerdo entre todos mis personajes, que nunca lo olvidarán. Y la gente que conoció al trompudo, cada que lo ven le mientan la madre.

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