Un Infierno Bonito

“EL CAMELLO”
Juan “El Camello” era todo un tipazo. Dios le había dado un corazón tan grande que se le salió por atrás. Era jorobado, muy amigable, trabajaba en la mina de San Juan. No salía de la cantina, parece que su madre lo había aventado ahí. Para tomar, era universal, chupaba de tocho morocho, a nada le hacía gestos, y más cuando le invitaban. Tenía muchas broncas con su vieja, que se veía muy mansita, pero era asesorada por su jefa. Cuando “El Camello” se pasaba de lanza, entre las dos le partían la madre.

Como el trabajo de la mina es muy duro, nada más trabajaba dos días a la semana. Decía que sacando para el pomo, para la comida Dios dirá. Juanito era muy estimado entre todos los parranderos. Muy buena gente, y compartía lo que tenía. La ley del borracho es: “todos tomamos parejo o no tomamos”. Era muy bueno para las cruzadas. Abría el hocico y casi se aventaba el pulque con todo y vaso. Pero un día su vieja, llorando, lo fue a buscar a la cantina. Sus lágrimas la ahogaban y no la dejaban hablar:
–         ¡Juan, Juan, ven por favor!
–         ¿Qué te pasa? ¿Por qué chillas? ¿Se murió tu mamá?
–         ¡Ni Dios lo quiera!
–         ¿Entonces? Ya te dije que me hierve el buche que me vengas a buscar, qué van a decir mis cuates. Tú bien sabes que la mujer a la cocina y el hombre a la cantina.
–         Te vengo avisar que el niño chiquito está muy malo. Tiene mucha fiebre, ya ni chilla el pobrecito, nada más hace como gato. Vamos a la casa para que lo llevemos de volada al doctor, o se nos muere.
–         ¿Por qué no le dices a tu jefa que le eche un vistazo? A veces con un remedio casero levanta a un muerto. Además tu madre le hace un poquito a la brujería. Dile, a ver si le atina. Eres una mujer mal agradecida. Todo lo que hago es por ti y tú me vienes a molestar. ¿Por qué lo que haces conmigo? Es una injusticia, me vienes a sacar de la cantina cuando acabo de llegar. Por lo menos me tienes que esperar dos horas para que vayamos donde quieras.
–         El que no puede esperar es el niño. Verdad de Dios, que lo veo muy malo. Si no lo llevamos rápido con el médico, se nos va para Morelia.
–         Bueno, está bien. Voy a hacer el sacrificio de no chupar por hoy. Deja avisarles a mis cuates y aventarme la camionera.
“El Camello” se tomó un jarro de dos litros sin despegárselo del hocico, se limpió con el dorso de la mano y le dijo a su vieja:
–         Vamonos.
Llegaron a la Clínica Minera, y el médico les dijo:
–         El niño está muy delicado, tiene neumonía, se va a quedar internado, pero tiene que traerme estos medicamentos, también van a reponer el tanque de oxígeno que le acabo de poner.
–         ¿Cuánto vale el tanque de oxígeno?
–         Por lo menos 500 pesos. Hay los dejo para que se pongan de acuerdo cómo le van a hacer, porque necesita mucha penicilina y eso cuesta muy caro.
–         ¡Ay, en la madre, vieja! Se pasó de lanza el doctor, de dónde vamos a sacar toda la medicina que pide este pendejo. Ha de creer que soy diputado.
–         No lo sé, viejo, pero ese es tu problema. Sabes muy bien que en la clínica nada más dan la consulta y tú compras la medicina.
–         Saca tus ahorros, vieja, luego te los repongo.
–         No mames. ¿Cuáles ahorros? Si con lo que me das apenas me alcanza para darles de comer a tus hijos. Ve a conseguir la medicina.
“El Camello” caminó como si atravesara el desierto, arrastraba las patas, se rascaba la cabeza, pero no encontraba ninguna solución. Se fue por las calles, sin rumbo fijo, y cuando se dio cuenta, estaba enfrente del Sindicato Minero. Se metió y le pregunto a la secretaria:
–         Señorita, ¿está el tesorero?
–         Está ocupado, ¿para qué lo quiere?
–         Es un asunto confidencial que no le puedo decir.
–         Entonces tendrá que esperar a que se desocupe. Eso va a estar pelón porque está en una junta con el secretario general.
Al ver que se tardaba, se metió a huevo. El tesorero lo zurró y por poco lo saca a patadas:
–         No seas necio, compañero. Si la señorita te dice que estoy ocupado, es que lo estoy. ¿Qué chingados quieres?
–         Necesito que me preste dinero para comprar unas medicinas. Mi hijo se está muriendo.
–         Ay va estar lo cabrón, precisamente estoy haciendo cuentas y no tenemos dinero, todo lo hemos prestado a compañeros que no pagan. Regresa la semana que entra, si nos sobra una lana, con mucho gusto te la prestamos.
“El Camello”, muy triste, se lo volvió a repetir. El tesorero le señaló la puerta para que se saliera. Encabronado, antes de salir, le mentó la madre. El sindicalista le aventó un cenicero, que si no se agacha, le pasa lo que al perico. Caminó rumbo a Las Cajas, que son las oficinas de la Compañía Real del Monte y Pachuca. Al dar la vuelta por la calle de Matamoros, venía corriendo un señor que chocó con él y le puso un caballazo que lo mandó de nalgas al suelo y paró las patas, pegándose en la cabeza. Se paró hecho la chingada, mirando para todos lados, sin ver que un policía seguía al tipo que lo tumbó, y nuevamente fue llevado de corbata. “El Camello” cayó al suelo, se enderezó atarantado, observando que cerca de él estaba una bolsa de plástico que tenía una franela adentro. La levantó y se la echó en la bolsa de atrás de su pantalón. Se agarró de la pared para no caerse, se sobó la cabeza, se echó saliva en los raspones y se regresó a la Clínica Minera para darle la mala noticia a su vieja, que no le habían prestado dinero, y que de pilón unos pendejos lo tumbaron. Le contestó la señora, que ya estaba enojada:
–         ¡Eso a mí qué chingados me importa! A ver cómo le haces para conseguir el dinero. Si nuestro hijo se nos muere, mi jefa te va a madrear.
La mujer observó que su pareja llevaba la bolsa de plástico, y le dijo:
–         ¡Qué bueno que te acordaste de mí y me trajiste una torta!
–         Es una bolsa que me encontré, adentro trae una franela que voy a utilizar para lavar coches, porque no hay con quién consiga la lana.
–         Yo pensaba que de jodido me traías un chesco. Me cae que no he comido nada y las tripas me chillan, y hasta parece que me trague un pinche gato.
–         Ten la bolsa, voy a ver a mi jefa, a ver si me aliviana, aunque está más jodida que yo.
–         Búscale con los compadres, con tus hermanos, con tus amigos. El chiste es que tengas dinero. Ha salido el doctor varias veces, y que quiere los medicamentos.
–         Ahorita vengo, no me tardo.
“El Camello” salió de nuevo a peregrinar, a ver quién le prestaba dinero, pero todos le decían:
–         Híjole, carnal, me lo hubieras dicho ayer.
Mientras “El Camello andaba como los maderos de San Juan, que piden pan y no les dan, Chencha abrió la bolsa, sacó la franela, y por poco se desmaya al ver que dentro había billetes de diferentes denominaciones.
–         ¡Qué barbaridad, esto es mucho dinero!
La fémina no quiso saber su procedencia. Lo primero que hizo fue comprar las medicinas, pagó el oxígeno, y le quedó mucho dinero. Fue corriendo a la casa de su jefa, que era su consejera, y le comunicó:
–         Mire nada más, qué de dinero me entregó Juan, es más de medio melón de pesos. Lo voy a buscar para decirle que ya no consiga nada.
–         No seas pendeja, a lo mejor el baboso no sabe lo que te dio. Dale en la madre, dile que conseguiste el dinero en el banco, ya ves que esos güeyes cobran lo doble, y que si no pagas lo meten al bote porque lo pediste a su nombre, así lo quitas de la cantina al cabrón, y no faltará a su trabajo. Con ese dinero pagas los meses de renta que deben, le compras ropa a tus hijos, que andan enseñando la cola, y tú cómprate zapatos de los caros, que se te salen los dedos, y unos calzoncitos, que por poco enseñas las nalgas.
Chencha lloraba de gusto. Su hijo se estaba recuperando, y le daba gracias a Dios que resolvieron el problema. “El Camello”, por su parte, llegó con su batea de babas. Al ver que su vieja lloraba, él se sentó junto a ella y comenzó a hacer pucheros, hasta que chilló tan fuerte, que le fueron a decir las enfermeras que se callara el hocico. Su esposa le contó que ya había conseguido el dinero, que no se preocupara. Juanito “El Camello” le dijo:
–         Ningún cabrón me quiso prestar, vieja. ¿Qué vamos a hacer?
Chencha lo acarició y le dio un beso:
–         Te digo que no te preocupes, ya conseguí el dinero. Pon más atención a mis palabras.
–         ¿Quién te lo prestó?
–         El señor López, el velador de la puerta de Loreto.
–         Ese pinche viejo presta con el cuarenta por ciento mensual. ¿Cuánto le pediste?
–         Mil pesos, para que estemos preparados por cualquier otra cosa. Tienes que trabajar como burro para que pagues ese dinero, pues están las letras a tu nombre.
–         Si, vieja, así lo haré. Gracias al señor que salvó a mi hijo. Desde este momento voy a trabajar, lo juro ante la Virgencita de Guadalupe, que no me meteré a la cantina, ni tomaré durante varios años.
Todo volvió a la normalidad. El niño se salvó. “El Camello” se volvió muy trabajador. Ahora sus retoños andan con zapatos, y dejó de ser el borracho empedernido que conocimos. A Chencha le remordió la conciencia, y un día le dijo a su mamá:
–         Híjole, jefa, siento regacho ver a mi viejo cómo le chinga, sabiendo que no tenemos necesidad.
–         ¡Ni madre! Está pagando las madrizas que te daba.  
 

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