LA GENTE CUENTA
-Oye, Carlos, ¿estás bien?
Un quejido salió de aquel cuarto con paredes blancas impecables y con un olor a limpieza. Salvador, “Chava”, como le decía su hermano Carlos, miraba absorto la puerta, con cierta preocupación en su rostro.
-Carlos… oye, carnal, dime algo.
Chava volvió a insistir. Otro silencio incómodo.
-Espérame un rato –respondió por fin-. Me siento muy mal.
-Pero, ¿en sí que sientes? ¿Dolor, ardor, como si te amarraran una cuerda en el estómago?
-Déjame aquí un rato. Necesito sacar todo.
Chava salió de aquel lugar con más incertidumbre que tranquilidad. Carlos, del otro lado de la puerta, frotaba desesperadamente su frente, buscando aliviar un poco el dolor en su vientre. Apretaba las manos, se golpeaba las rodillas, aplicaba presión en sus pies… y nada.
De pronto, su cuerpo demandó expulsar de sus entrañas lo que lo hacía daño, pero no como lo esperaba. A la primera señal, Carlos cambió de lugar para hincarse ante su apoyo principal. Tosió una, dos, tres veces… y una masa líquida con olor repugnante salió de su boca, sintiendo un poco de ardor en su lengua.
Gracias al ruido, Chava volvió corriendo hacia donde estaba él.
-¿Qué onda? ¿Ya se te pasó?
-Un poco. Déjame un rato solo.
La palidez de Carlos era la misma la que traía Chava ante tal reacción. En sus manos tenía frascos de diversos medicamentos.
-Tengo un jarabe para la acidez. ¿Quieres?
-Ok, déjamelo debajo de la puerta.
El olor a pulcritud comenzaba a desaparecer. Chava resolvió con alejarse de nuevo, al menos hasta que las cosas volvieran a la normalidad. Una mujer de mediana edad se acercó a la escena.
-¿Tu hermano como sigue? –preguntó ella.
-No lo sé, mamá –respondió él-. Al parecer el exceso de picante en la comida lo hizo mal. Ya vez que la gastritis no lo ha dejado en paz.