¡Todos los hombres de Trump!

Los periodistas que hicieron caer a un Presidente

“El fundamento del periodismo es buscar la verdad y atreverse a contarla”; la reedición del libro de Woodward y Bernstein sobre el ‘escándalo Watergate’ es un canto al periodismo que ofrece paralelismos pero también diferencias entre Terminator Trump y Richard Nixon
 

El clima nixoniano está ahí y la capacidad de Trump para acelerar su autodestrucción es innegable. En apenas cinco meses ha recorrido más camino que ningún otro presidente para parecerse a Nixon. Pero aún no es Nixon. Ni la trama rusa es el caso Watergate. Las fake news no son aún grabaciones ilegales ni técnicas de aniquilación reputacional. Tampoco hay nadie procesado ni siquiera imputado. Valga esto para acercarnos a “Todos los hombres del presidente”, no como un manual de la caída de Trump, sino como lo que es: un pellizco de pasión.
El clima nixoniano está ahí y la capacidad de Trump para acelerar su autodestrucción es innegable. En apenas cinco meses ha recorrido más camino que ningún otro presidente para parecerse a Nixon. Pero aún no es Nixon. Ni la trama rusa es el caso Watergate. Las fake news no son aún grabaciones ilegales ni técnicas de aniquilación reputacional. Tampoco hay nadie procesado ni siquiera imputado. Valga esto para acercarse a Todos los hombres del presidente no como un manual de la caída de Trump, sino como lo que es: un pellizco de pasión.
La historia no se repite, ni siquiera se parece; solo transita por los mismos lugares. En el espejo del tiempo, Richard Nixon (1913-1994) y Donald Trump no pueden ser más distintos. El abogado cuáquero vivió desde joven en las entrañas de la política. Fue congresista, senador, vicepresidente ocho años con Dwight Eisenhower, perdió una contienda presidencial contra John F. Kennedy y ganó otras dos a Hubert Humphrey y George McGovern.
La última, ya nacido el escándalo Watergate, con uno de los resultados más abultados de la historia. Implacable y sórdido, Nixon fue y será siempre la esencia amarga del republicanismo del siglo XX.
Trump procede de otro planeta. Es un tiburón inmobiliario, un showman catódico, un adorador de la fama cuya ideología cabe en una servilleta. Alguien que jamás se había enfrentado a unas elecciones y a quien la maquinaria del poder envió todos sus anticuerpos antes de caer rendida a sus pies en los comicios más sorprendentes (y sospechosos) del siglo.
Si Nixon representó el triunfo del aparato y su podredumbre, Trump es la victoria de las fuerzas exteriores, el jinete bárbaro del republicanismo. Entre el presidente vivo y el muerto no hay similitudes físicas ni biográficas. Tampoco históricas. La guerra fría ya acabó, y el mundo digital y frenéticamente líquido de hoy es incompatible con el de 1972.
Todo ello es cierto y, sin embargo, Trump y Nixon están unidos por un hilo imposible de cortar. Habitan una zona común, muy anclada en la psicología política, que les hermana a través del tiempo. Quizá proceda del deseo de los progresistas de que el multimillonario neoyorquino sufra un final como el de Nixon. O de que ambos, aunque parezca increíble, se tengan a sí mismos como personajes transformadores de la historia.
Hombres providenciales llegados para que la ley les presente sus respetos y no al revés. Sea cual sea la causa, es ese paralelismo el que da nuevo interés a Todos los hombres del presidente, que ahora se reedita en español (Libros del Lince). Su gran mérito es que en sus páginas resuenan las linotipias. Se siente el aroma del tabaco, se oye teclear la máquina de escribir.
El clásico de Bob Woodward y Carl Bernstein es el relato de los dos reporteros clave en el caso Watergate. Escrito con la luminosidad que dan los hechos y rehuyendo de la primera persona, ofrece una visión privilegiada del escándalo que culminó con la dimisión de Nixon el 8 de agosto de 1974.
Es una gran obra, pero no el mejor resumen del escándalo. La posterior publicación de las cintas de Nixon, las biografías y autobiografías de los protagonistas, el trabajo de decenas de historiadores han logrado una reconstrucción mucho más fiel y amplia de lo que ocurrió en aquellos dos años prodigiosos.
“El Watergate que contamos nosotros en The Washington Post entre 1972 y 1974 no es el Watergate que conocemos hoy. Era sólo un atisbo de algo mucho más grave. Cuando Nixon se vio forzado a dimitir, la Casa Blanca se había convertido, en gran medida, en una empresa criminal”, escriben los dos autores en un epílogo.

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