
RELATOS DE VIDA
En los pueblos, por la cercanía entre los habitantes, surgen muchos chismes y muchos dichos, algunos de los más conocidos son “Pueblo chico, infierno grande”, o bien ante los desacuerdos es famoso “ningún chile les embona”.
Este último refrán, le caía a la perfección a Doña Lucrecia, una señora con poco más de 60 años quien en los días buenos era un “amor”, pero en los días malos la negatividad estaba a flor de piel, nada le parecía y peleaba con todo el que se le cruzara.
En unos de esos días tediosos, se peleó con una amiga muy cercana, que se dedicaba a la venta de ropa y zapatos por catálogo, porque le pidió abono de la mercancía adquirida y le recordó el monto por saldar.
Dicha acción provocó que Doña Lucrecia hirviera de coraje, señalando que le estaba viendo la cara de “taruga” porque no le estaba descontando los abonos que le había mandado con su marido, lo que le valió para gritarle en plena calle que era una “ratera”.
De verdad que cuando se le metía el demonio a Doña Lucre, como le decían los más cercanos, era insoportable, y eso lo sabía muy bien su hijo, quien en esos momentos prefería darle su “avión” y desaparecer por un buen par de horas.
Porque además era experta en los chantajes, principalmente con su única descendencia, un jóven de 30 años aún soltero, le llamaba para exigirle que la llevara a desayunar o comer; a comprar ropa y a dar un paseo; y ante un “no” de su hijo por cuestiones de trabajo, no dudaba en mencionar “nunca tienes tiempo para mí”, “parezco un perro, siempre sola”, “nunca salgo a ningún lado, me la paso encerrada en la casa”.
Parecía que la mujer de 60 y pico de años, padecía de trastornos de bipolaridad, pues sus emociones eran extremas; algunos habitantes del pueblo ya sabían como tratarla, pero la mayoría se alejaba cuando sabían que se encontraba en uno de esos “días malos”.
Lamentablemente los episodios de negatividad eran cada vez más constantes, lo que orilló a sus conocidos, amigos, amigas, comadres, compadres e incluso a su propio hijo, alejarse poco a poco de ella.
No supo la razón del distanciamiento de todos, pero tampoco quiso saberlo, porque se convencía que la culpa era de los demás; finalmente la soledad le permitió reconocer sus fallas y cambiar sus modos, aunque nadie le volvió a ofrecer su amistad, salvo su hijo que seguía al pendiente pero de lejitos.