Tlahuelilpan: a un año de la tragedia

CONCIENCIA CIUDADANA

Una cruz, una bandera nacional, un memorial para los muertos por la explosión, una respuesta positiva a los familiares de las víctimas que pidieron no se tape la zanja de aguas negras donde fallecieron muchos de los siniestrados ese fatídico 18 de enero del año pasado, han dado lugar a una diversidad de opiniones del lamentable hecho y la respuesta oficial al suceso ocurrido en Tlahuelilpan.
Hay que reconocer que la mayor parte de  los familiares de los fallecidos han valorado favorablemente la respuesta oficial a la tragedia, aunque también haya otros mensajes encontrados; pues aunque el auxilio  haya llegado en tiempo y forma, lo cierto es que el doloroso suceso no deja de cobrar sus saldos negativos sobre los habitantes de Tlahuelilpan, marcados por el  estigma  que los califica por  la conducta de quienes decidieron en ese aciago día, lanzarse hacia el escape de combustible sin medir las consecuencias de sus actos. Lo que más duele a los deudos es tener que soportar -además del recuerdo de la tragedia-, la burla y humillación de quienes sin conocer ni considerar las circunstancias se atreven a descalificar a quienes perdieron la vida.   
 Lo cierto es que toda tragedia social tiene un contexto y un origen que ha de ser abordado con respeto antes de calificar la conducta de sus  participantes. Si Hidalgo ocupa el primer lugar en  la extracción ilegal del combustible se debe a que por su territorio cruzan  los principales ductos de combustible entre las planta de refinación y los puntos de recepción  de gasolina en la costa noreste del país, lo que le hace ser la zona más asediada por las bandas dedicadas a la extracción de los energéticos que circulan por dichas tuberías. Además, su cercanía con la zona metropolitana de la CDMX hace que nuestro estado se encuentre en el centro del mayor mercado de combustible ilegal en el país.
Millones de habitantes sumidos en la pobreza se unen a cientos o miles de pequeñas, medianas y grandes empresas -entre ellas las de transporte carretero-, dispuestas a comprar ilegalmente el combustible que les permita abaratar sus costos y mantenerse en el mercado. Pero no es solo eso: Hidalgo, el Estado de México y la propia CDMX, cuentan en sus territorios con las plantas petroquímicas y almacenes más importantes del país, las que desde hace muchos años se habían venido explotando como negocio  particular por poderosas mafias delincuenciales a ciencia y paciencia de las autoridades de Pemex y  del sector energético, que terminaron por hacerse de la vista gorda en la extracción ilegal de los energéticos propiedad de la nación.
A todo eso, agréguese que Tlahuelilpan se asienta en una zona altamente poblada y con altos índices de pobreza. Una gran parte de sus habitantes se dedican a la agricultura de riego  en canales donde corre el agua negra de la CDMX por lo que la región es,  quizá,  la más contaminada del país, a lo que hay  que agregar la contaminación ambiental generada por la refinería de PEMEX y otras industrias  como las cementeras o la termoeléctrica,  que conviven en la  hacinada zona del valle del mezquital donde se encuentra Tlahuelilpan. No olvidemos agregar a éste estado de cosas las enfermedades crónico degenerativas producto del medio insalubre y, para no dejar cabos sueltos, mencionar la falta de fuentes de empleo, la creciente migración hacia los EU y el abandono escolar; caldo ideal para que el crimen brote y sobre todo en épocas por las que se han pasado las últimas décadas millares de pueblos y regiones de México.
No es, pues, que los hidalguenses sean por nacimiento o cultura huachicoleros, como tampoco los sinaloenses o tamaulipecos son narcotraficantes debido a algún gen que lo determine; sino individuos y sociedades marcados por las circunstancias que hacen que quienes pudieran tener otra clase de vida y otro destino, se encuentren de repente en condiciones que jamás hubieran pensado en padecer. 
Para sobrevivir a su propio infierno, el miserable jornalero del Valle donde se asienta Tlahuelilpan intenta obtener unos cuantos pesos más robando un poco de gasolina en un ducto; mientras que el talachero o el agricultor plagado de deudas no duda en comprársela  y trasladarla en su vieja camioneta hasta donde los huachicoleros ofrecen el combustible a conductores.
Y aunque bien saben todo esto el comisariado ejidal, el delegado y hasta el presidente municipal, han terminado por incumplir sus responsabilidades sabiendo que “allá arriba” las autoridades se hacen de la vista gorda y hasta se pasean o hacen vida social con los meros capos del Huachicol. Todo tiende al desaliento, a  la negación  y hasta el cinismo en un círculo vicioso que solo podrá  romperse  por un poder capaz de barrer de arriba hacia abajo la mugre, pero este poder tarda mucho en actuar, mientras que abajo las posibilidades de cambio se deterioran rápidamente.
Dado lo anterior, si quienes perdieron la vida hace un año en Tlahuelilpan tal vez no se merezcan el trato de héroes, lo que hay que reconocerles es su carácter de víctimas de un sistema podrido que ya no da para más y que orilla a los menos favorecidos a retar la sensatez, la ley y hasta su propia vida con tal de cumplir ciegamente el papel que les marcó su destino. 
Y en ese sentido, la presencia de la bandera nacional en el lugar de la tragedia tan criticada en los medios y las redes sociales, podría ser el símbolo de otro género de reconocimiento distinto al que la historia oficial nos acostumbró: el reconocimiento no al héroe, sino a las víctimas de una tragedia en las que ellas fueron protagonistas del papel más oscuro y  cruel del acontecimiento, lo que nos impone el deber recordar y hacer justicia.
Y RECUERDEN QUE VIVOS SE LOS LLEVARON Y VIVOS LOS QUEREMOS CON NOSOTROS AHORA.

Related posts