Terquedad

Terlenka
    •    No tengo necesidad de citar a un filósofo cada vez que asesinan a un candidato a alcalde en un estado de la República gobernado por élites de poder primitivas y dinastías feudales


Diré, para comenzar, que una buena conversación o una cordial y sustancial disputa no se sostiene solamente en la preponderancia de los argumentos lógicos o de las mediciones científicas o sofisticadas, sino que descansa en la capacidad y talento que poseen los hablantes o personas a la hora de escuchar las (en apariencia y en hecho) sandeces, incoherencias, germanías o disparates de los demás. Yo tendría que esperar —lo he escrito aquí varias veces— que la razón estuviera siempre del lado de los otros y que éstos me convencieran de su postura a partir de sus palabras y de sus acciones, de su conducta o de su mitología: si usted me convence acerca de cualquier tema y me hace ver que yo desvariaba o estaba errado en mis opiniones, entonces mi alma descansaría y yo podría dormir cobijado por una amable tranquilidad. En las disputas o controversias, en el choque de opiniones contrarias, uno puede permitirse incluso la ignorancia, pero dejar de escuchar al otro ¡no está permitido!, pues de ser así ¿para qué carajos se empeña uno en discutir? ¿Acaso para divertirse, imponerse, pasar el tiempo, demostrar sabiduría, estafar, humillar u obtener beneficios a toda costa? Por otra parte, escuchar (en el sentido que me interesa resaltar) quiere decir también observar, estar atento, comprender las circunstancias en que se da la discusión, notar la desesperación, el agobio, la tristeza, la pobreza o opulencia económica, la costumbre de poder o la furia de quien habla, para así intentar aprehender el sentido de sus palabras y actitudes. ¿O creen que sólo las reglas impuestas y las demostraciones científicas cuentan a la hora de entender por qué una persona piensa de tal forma o se viste de una manera? Andan algo perdidos, según mi experiencia.
El poder criminal va imponiendo su mano en México; los asesinatos de candidatos a puestos públicos; las amenazas de la delincuencia; la nutrida incursión de hampones en los partidos políticos; los amagos y violencia en contra de periodistas y partidarios oponentes al crimen; la corrupción e ineficacia policiaca; la miopía legislativa. ¿En qué momento o a partir de qué estrategia va a detenerse este crecimiento impúdico de violencia y de erosión del Estado? ¿Cuándo comenzará a construirse —estamos en un siglo XXI ya avanzado— una estructura de permisión y regulación de toda clase de drogas a partir de una primera y urgente legalización de la marihuana? Además de tales acciones se vislumbra necesario organizar totalmente la seguridad pública y hacerla transparente y federal (no una dispersión regional y desconectada) para que establezca relaciones con la ciudadanía y ésta se sienta protegida, dispuesta a ayudar, y no engañada. La gente común y honrada debe saber en quién confiar y en quién no, para que, al menos, tome sus propias precauciones e intente preservar su vida. Una educación pública de mayor calidad, la limitación de cualquier práctica monopólica, el castigo duro contra el delito financiero, la regulación de la mentira salvaje en la comunicación, todo ello es fundamento para hilar una comunidad fuerte que no viva amenazada por el terror y la pobreza. Yo soy un simple escritor de ficciones y no tengo conocimiento de las minucias de la organización política o de los enredos del tramado legal, pero no soy tan estúpido como para ignorar cuando las instituciones en que se sostiene la libertad y la igualdad o equidad social fallan. No tengo necesidad de citar a un filósofo cada vez que asesinan a un candidato a alcalde en un estado de la República gobernado por élites de poder primitivas y dinastías feudales.
La paradoja o el absurdo se hace presente cuando, además, la tecnología de las comunicaciones está encima de nosotros, no como un mecanismo liberador, sino como una forma de atrofia reflexiva, una capa pegajosa tramada por la tontería y la glotonería sin rumbo. Cuando escribí en un ya viejo libro de aforismos que “La comunicación es fundamentalmente ruido”, no me equivoqué. Y es a raíz de tal impulso que quise comenzar esta columna construyendo una definición acerca de lo que significa la conversación en tiempos de crisis (en caso de que uno deseara librarse de esta crisis). He caminado la Ciudad de México y muchas otras ciudades de este país hasta el cansancio; me han asaltado y puesto la pistola en la cabeza tres veces; he sido un recolector del suelo nocturno durante décadas y no había experimentado a tal grado el sentimiento de exiliado o expulsado de esa esfera o atmósfera civil que tendría que contener incluso a los individuos o seres más solitarios.
Si los diversos gobiernos que, dentro de unos meses, se acomodarán en su silla de poder —cada vez más tambaleante— no promueven el bien y no traman estrategias para afrontar y disminuir la pobreza humillante y al abuso de la criminalidad tendrán en mi humilde persona a un enemigo más, quizás modesto, pero latente y terco.

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