Terlenka

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Antes de comenzar mi columna de hoy lunes (es decir: antes del verdadero comienzo), quiero expresar que después de leer aquí, en EL UNIVERSAL, que el gobierno mexicano había contratado a esa pavorosa compañía de maromeros llamada Cirque du Soleil, para llevar la imagen de México al extranjero (sea lo que eso signifique) durante siete años pagándoles millones de dólares no pude menos que tirarme al piso de risa y depresión.

Como escribí la semana pasada: en mí la risa y la alegría no se corresponden. Imagino a la Coatlicue cubierta de caireles rubios montada en un trapecio instalado no en el cerro de Coatepec, sino en las montañas rocosas canadienses. A mi mente llegaron secuestradores mexicanos de cuerpos esbeltos y movimientos gráciles bañados por una cascada de colores. Tal cosa, la cascada de colores, es una figura adecuada para llamar la atención de los turistas. Cualquier turista que se respete corre desaforado tras una cascada de colores y más si ésta incluye a una hermosa trapecista que representa a la Coyolxauhqui. Con razón justificada varios artistas mexicanos se han pronunciado ante tal concepción del arte y de la divulgación de una imagen que se quiere nacional (lo que ello signifique). ¿Para qué existe entonces una Secretaría de Cultura si no se le consulta para tales menesteres? Si a usted le gusta Cirque du Soleil no es por gusto, sino por ausencia de gusto; es más depresión de la sensibilidad y conocimiento: quiero decir: infancia prolongada. Y no se moleste, le ruego, por mis palabras. Su ausencia de gusto es muy respetable. Yo, por ejemplo, alguna vez escuché mientras escribía mi columna, la Novena Sinfonía de Beethoven (pido perdón a mis vecinos a causa del estruendo: a veces hago sonar también a Dead Kennedy’s) y no sólo el cuarto movimiento, sino la sinfonía completa. Y no me avergüenza, ni me siento uno de los Indios Verdes deseando ser teutón. Y no gasto dinero. Y el arte me ofrece por momentos una salida de este corral moribundo que llamamos sociedad.
Durante la Segunda Guerra Mundial, los franceses querían arrebatarle Beethoven a los alemanes y lo reclamaban como suyo. No podían soportar que la Oda a la Alegría simbolizara y fortaleciera la crueldad fascista alemana. Reproduzco ahora un párrafo del libro de En el silencio de la cultura, en el que la filósofa y musicóloga Carmen Pardo da fuerza a mi anterior comentario, en un ensayo dedicado a la famosa Novena Sinfonía (compuesta en 1824): “Beethoven es celebrado y cada uno lo quiere en exclusividad, como lo expresa el musicólogo francés, Camille Mauclair en 1915, afirmando que la Oda a la alegría de la Novena Sinfonía es el himno de los aliados y que habría que prohibir a los alemanes interpretar un solo compás. Esta afirmación prosigue la línea crítica iniciada con Edgar Quinte, quien, a mediados del siglo XIX se refiere al cuarto movimiento de la sinfonía como La Marsellesa de la humanidad. A lo que George Pichot añadía en 1915, que es La Marsellesa de la regenerada y fraterna sociedad futura.” Muy bien, pues en México se quieren apropiar nada menos que de Cirque du Soleil, arrebatar la compañía a Canadá para que represente a México ante los ojos del mundo entero. Mil veces carajo. “El arte es universal” escucho ya tal afirmación que aparecerá seguramente en la mente de algún iluminado. Sí, es probable. Pero el arte, no la payasada pretenciosa diseñada justamente para aquellos que no gustan del arte (espero no ofender a nadie con estas sentencias). Si yo fuera un alto funcionario de turismo (algún día, cuando esté en el purgatorio, lo seré) elegiría como exposición itinerante por el mundo no nuevamente a los malditos mayas (basta ya de eso); sino, por ejemplo, la exposición Duelo, de Francisco Toledo, mostrada hace unos meses en el Museo de Arte Moderno, y que, desde mi vanidoso punto de vista es una de las exposiciones de arte más sabias, emotivas y rigurosamente plásticas que yo he presenciado a lo largo de mi existencia. Si usted no fue a verla porque gusta de las lucecillas septentrionales todavía es tiempo de recomponer el camino y buscar el libro que da fe de la muestra: Francisco Toledo DUELO. En fin; antes del comienzo real de esta columna quiero comentar que mi vida —la cual hoy vale menos que un peso en el aeropuerto— dio un cambio brusco hace poco más de un mes, cuando perdí un libro querido en un restaurante; después de ello caí en una exagerada depresión y juré que jamás volvería a llevar un libro a un lugar público. Me robaron (o extravié) La filosofía y el espejo de la naturaleza, de Richard Rorty, el cual me costó cinco años de lectura, y que estaba subrayado, glosado, maltratado, mal interpretado, molido pues. A quien se lo haya llevado de mi mesa lo maldigo y lo condeno a ver Cirque du Soleil durante toda la eternidad en el infierno. Hoy estoy más tranquilo y resignado y salgo, como ayer, con libros de bolsillo que caben en la bolsa de mi pantalón (por cierto, los libros de bolsillo no caben en los bolsillos: llamarlos de ese modo es un engaño). El último libro que saqué a pasear fue Sobre Nietzsche y otros ensayos, de Jürgen Habermas, quien en sus páginas cuestiona la filosofía, o más bien, el pensamiento literario de Nietzsche asumiendo que el filósofo del siglo XIX perdió su capacidad de contagio filosófico en las últimas décadas del siglo XX (lo mismo que hoy le ha sucedido a Habermas). Y ahora sí: comencemos la columna.        
DURANTE LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL, LOS FRANCESES QUERÍAN ARREBATARLE BEETHOVEN A LOS ALEMANES Y LO RECLAMABAN COMO SUYO. NO PODÍAN SOPORTAR QUE LA ODA A LA ALEGRÍA SIMBOLIZARA Y FORTALECIERA LA CRUELDAD FASCISTA ALEMANA.