Oídos sordos
Es la mía una habilidad ingrata y poco envidiable. Aludo a que poseo la rara capacidad, en lugares públicos, de escuchar nítidamente lo que se dice en las mesas aledañas a la mía. La desgracia es que no llegan a mis oídos comentarios extraordinarios o un poco interesantes.
He llegado, incluso, al extremo de colocarme tapones de oídos o de situarme en el lugar más apartado de la concurrencia. Sería mejor quedarme en casa, pero mi casa desde hace unos años hacia acá me hace sentir dentro de una cárcel o de un hospital de leprosos. Alfonso Reyes opinaba que a la conversación no se le debe exigir reglas estrictas; tenía razón, aunque lo que escucho a mi alrededor no podría estrictamente llamarlo conversación, sino fragmentos nebulosos. No opino de esta agria manera porque sea yo arrogante, sino porque en un lugar público no estoy enterado de las raíces de la charla vecina, no conozco a las personas y además lo que dicen me importa muy poco. Sé que los lugares comunes; son casi la única certeza de la objetividad. Y además, creo, como Alfonso Reyes que los lugares comunes debieron ser la llamativa novedad de otro tiempo. Así que en vez de decepcionarme de lo que escucho me imagino cenando en una taberna española de principios del siglo veinte. ¿Qué puedo escuchar que no me confirme lo previsto? Por ello meto las narices en mis libros, aunque se enfríe la sopa. Les diré que he sufrido agresiones verbales en sitios públicos a causa de que intento concentrarme en mis libros y me da la impresión de que a las personas por lo general no les gusta que uno lea en una cantina o en un restaurante. Los libros les causan dolor y un desprecio que no logran explicar, y no lo hacen, precisamente, porque no leen libros. No ha faltado un atorrante que me enfrenta directamente para buscar camorra mientras leo. La mitad de las personas pasa su tiempo charlando, riendo o tratando asuntos; y el resto se concentra en sus tabletas electrónicas. ¿Y acaso yo les increpo? ¿Acaso me levanto para decirle: “Señor, deje usted esa patraña tecnológica que le convierte en un hombre poco digno de la civilización?” No me molestan las risas públicas pese a que me hacen sentirme rodeado de hienas; y tampoco me incomodan los gritos de los clientes aunque me inspiren lástima: los gritos, no los clientes. Soy una persona común y creo que debí ser importante en otra vida.
Es posible que les haya contado ya que hace casi seis meses me invitaron a la Cátedra Alfonso Reyes que tiene a su cargo Ana Laura Santamaría auxiliada por un grupo de profesores humanistas de sabiduría indispensable. Esto es en el Tecnológico de Monterrey y abrir camino humanista y ético en la aridez de la técnica es siempre loable. (No olvido que en el campus Estado de México los alumnos llevaron a cabo un performance inspirado en alguna de mis novelas, ni que aún le debo al Dr. Raúl Carlos Verduzco un ejemplar de Elogio de la vagancia). Mi memoria marcha a buen paso, lástima que, como decía Miguel de Unamuno de sí mismo: tengo en mi alma una perpetua guerra civil. También, como colofón de la Cátedra, di una charla en la Feria del libro de Monterrey. Después de terminar mi intervención se cedió la palabra al público y un hombre maduro y ya en el camino del infarto y de la próstata agotada alzo la mano y nos reconvino, a mí por usar cachucha y al Dr. Verduzco por tener una barba descuidada e ir vestido informalmente. Había hecho, según él un viaje muy largo para asistir a la charla y lamentaba encontrarse con personas andrajosas. El incidente no tuvo importancia —su pregunta sí que era andrajosa, más después de que habíamos tocado a lo largo de hora y media temas tan diversos, como el arte de la novela, Schopenhauer, los celos y el lenguaje—, pero aquel hombre ratificó lo que he sospechado una y otra vez desde hace ya muchos años. No sabemos concentrarnos en los asuntos que nos permiten progresar civilmente. Rousseau, Montaigne, Thoreau o Dewey nunca existieron. Las palabras parecen haberse transmutado en un biombo que sólo esconde prejuicios, rencores y una ignorancia que degrada. ¿Por qué creen que intento concentrarme en los libros y no poner atención a lo que se dice en las mesas vecinas pese a mi talento para escuchar a distancia? No mentiría burdamente si dijera que esa extravagante mezcla de personas que denominamos mexicanos no logra discernir y poner atención en los problemas importantes. No sabemos elegir a nuestros enemigos, suelo decir. El continuo desvío de la atención hacia las minucias y migajas pasajeras, más el hecho de que el chisme brutal, el comentario insensato y sin fundamento, la pelea verbal y la opinión emocional y vaga se impongan al sosiego de la perspectiva y a la reflexión decorosa y profunda de los males sociales nos hunde cada vez más. Vean ustedes la mayoría de voces que reflexionan sobre los crímenes ocurridos en Guerrero y otros estados. ¿No es obvio que la relación anómala entre policías de toda clase, políticos, gobernadores, mafiosos y algunos miembros de las fuerzas armadas, más la impotencia de los gobiernos de cualquier clase para fortalecer un Estado que cuide de sus ciudadanos es justamente el problema en el que debemos concentrarnos? ¿Y quién no busca alternativas de oposición a este murmullo ruinoso no encontrará nunca la salida? Pero tal diagnóstico no vende, como no es cháchara, ni grilla pueril, ni sirve para denostar a fuerzas políticas opuestas; además de que se trata de un diagnóstico demasiado abstracto. En fin. Recuerdo al señor que me reclamaba por usar cachucha en vez de comenzar un diálogo con nosotros y no dejo de pensar que todo es así, vacuo y grosero, burdo y sin arreglo. Y yo que no logro hacer oídos sordos y caigo otra vez. Y otra vez.
ALFONSO REYES OPINABA QUE A LA CONVERSACIÓN NO SE LE DEBE EXIGIR REGLAS ESTRICTAS; TENÍA RAZÓN, AUNQUE LO QUE ESCUCHO A MI ALREDEDOR NO PODRÍA ESTRICTAMENTE LLAMARLO CONVERSACIÓN, SINO FRAGMENTOS NEBULOSOS. NO OPINO DE ESTA AGRIA MANERA PORQUE SEA YO ARROGANTE, SINO PORQUE EN UN LUGAR PÚBLICO NO ESTOY ENTERADO DE LAS RAÍCES DE LA CHARLA VECINA, NO CONOZCO A LAS PERSONAS Y ADEMÁS LO QUE DICEN ME IMPORTA MUY POCO