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Tal vez lo merecía

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Tal vez lo merecía

  • Es esto un homenaje a quienes han sido humilladas y violentadas; homenaje a su entereza y resiliencia… es también una disculpa por tantos años de abusos y machismo

Cada mañana despertaba con esas mismas sensaciones en el espíritu: fatiga, resignación y dolor. Despertaba con moretones en las costillas y brazos, con un pómulo inflamado y los labios adormecidos por causa de amorosos contactos que asimilaba necesarios para consolidarme como persona.

Todas las mañanas me veía al espejo y sentía disgusto por mi rostro inflamado y los cabellos desordenados, como si un tornado me hubiese pasado por encima el día anterior y el previo también.

Con pesadez avanzaba hacia la cama de mi hijo y lo notaba apenas dormido, luego de una noche pesada entre lágrimas y ausente de cenas dignas. No me atrevía a ver por la ventana porque no me sentía a gusto con ello; la luz solar apenas entraba hasta ese espacio de 12 metros cuadrados y, aunque lo quisiera, la salida no era opción porque me encontraba aprisionada en mi propio temor. 

Caminaba unos pasos y buscaba alimento. Un poco de sopa rezagada en la cacerola, algunas tortillas duras y apenas el fuego necesario para preparar la comida del día, la cena y seguro también el almuerzo de mañana. 

Llamé a mi hijo para que comiera algo, seguía dormido pero en cuanto escuchó mi voz, dio un salto y me habló: “Mami, ¿a dónde fue papá?”, me preguntó con ansiedad y el pecho agitado; lloré, lloré como si me hubiesen sacado el corazón.

Cuando el niño lleno de inocencia me preguntó por su padre, no supe cómo asimilarlo. ¡Vaya! Incluso me vino a la mente esa serie de caricias bruscas que la noche anterior dejó en mi piel, me vino el recuerdo de aquél viaje precipitado que tuve cuando me lanzó por las escaleras estando embarazada… se me vino todo el dolor de golpe, pero no me pegó tanto porque en el fondo, sentí que todo eso era necesario, porque le fallé como mujer.

-Tu papá se fue al trabajo-, respondí con la boca temblorosa. Mi hijo me vio con ternura y tomó con sus dedos la lágrima que rodó por mi pómulo inflamado. Me abrazó y aunque dolió que lo hiciera, sentí que con eso me reparó las costillas que su padre había dejado rotas por tantos golpes acumulados a lo largo de la semana.

Uno siempre cree que es normal ser humillada, golpeada y abusada. Lo hemos normalizado porque así lo vimos en nuestras casas con nuestros padres y madres, con las tías o vecinas. Uno siempre se queda con la idea en la cabeza de que, si ellos nos pegan o tratan mal es porque en nuestra frágil condición de mujeres, merecemos esto y mucho más, como si de una prueba de purificación se tratara.

Por las noches, mientras yacía confinada en ese espacio carente de luz y melodía, miraba al cielo esperando que algún ángel me rescatara, o me dijera al menos qué tan extensa sería mi penitencia. Porque a nosotras nos enseñaron que por la desobediencia de Eva en el jardín del Edén, sufriríamos hasta que el espíritu purificador de Dios se apiadara de nuestros lamentos. Se nos dijo que por venir de la costilla de Adán, estaríamos siempre bajo el resguardo y tutela de un hombre, compañero que no siempre iba a cuidar de nuestro corazón, porque a veces iba a estar ocupado tratándonos como objetos útiles sólo para desbordar una pasajera pasión.

Mi ángel de la guarda no acudía a mis llamados, y me llenaba de miedo pensar que tal vez él me estaba respondiendo a través de su silencio, me quedaba la duda sobre todo lo que malvivía porque, muchas veces sí pensé en que mi dolor era merecido; “tal vez sí me lo merecía”, repetía.

Así veía yo las cosas, así lo viví durante todo el tiempo que estuve unida y sometida a un hombre muy mayor, uno de esos machos que se jactan por su vigor y carisma, pero que dentro de esa imagen no son más que crudos seres temerosos que desquitan su inseguridad rompiendo el tabique de nuestras narices o echándonos en cara que sus billetes pueden comprar la dignidad que aún nos queda en las manos.

En ese confinamiento obligado, reflexionaba un poco sobre lo que podía llegar a mi vida, pero sin la claridad de un futuro noble, las lágrimas y la decepción hacían presencia. Mientras lloraba, la sangre también brotaba por las heridas que permanecían abiertas; el hambre y el cansancio se hicieron mayores y me arrullaron aún cuando yo no quería, porque como la mujer que soy, debía estar pendiente por si él aparecía en casa; debía ser servil con el hombre que horas antes me había desgraciado -una vez más- el rostro y la vida.

Dormí. Cerré los ojos y no supe nada hasta que una serie de gritos se agolparon en las ventanas y en la puerta. Chuchito, mi hijo, veía por una rendija. Y aún sin terminar de entender qué pasaba, me pidió que nos asomaramos a ver el desfile. Intenté levantarme con todo y el dolor.

“Vamos, mami”, me dijo con su vocecita inocente. Le tomé la mano y por la ventana vimos a decenas de mujeres que gritaban y denunciaban los abusos vividos durante tantos años. Fue como si el destino me diera una nueva oportunidad, fue como si la libertad hubiera llegado hasta la puerta de lo que yo llamaba “hogar”. Me quedé en silencio y sólo pude pensar en que, esa sensación de alivio dentro del infierno diario, sí era algo que merecía y por lo que iba a luchar… 

¡Hasta el próximo martes!

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