ANÁLISIS
“Escuché la campaña que lanzaron para lo de los derechos de las muchachas y honestamente le apagué al radio, porque me parece una exageración”.
“Yo opino igual. Mira, comen tres veces al día, les damos uniformes, así que ni gastan su ropa, ganan más que un albañil e incluso que un pasante de Derecho, tienen cama y agua caliente”.
“Además, luego ellas son súper abusivas; quieren vacaciones justo cuando tú ya las tienes programadas y te avisan que se van de un día para otro. Aun así, yo soy bien buena con mi muchacha, le pido sushi cuando quiere. Bueno… ella lo paga, pero yo se lo pido porque no lo puede pronunciar”.
“Nosotros fuimos ahora a la segunda boda de Soledad, debe haberse arrepentido de regresar a su pueblo, vive bajo techo de lámina y rodeada de cerdos y mazorcas. Ya le tocaba jubilarse, pero le explicamos que no podemos darle su dinero, porque tenemos muchos gastos, sobre todo ahora que mandamos a Joaquín a estudiar cine a Los Ángeles, le dijimos que se lo daremos poco a poco. No hemos podido mandarle nada, pero hace pedidos con el catálogo de cosméticos y mi marido no se los cobra”.
Presencié esta conversación entre personas que pagan por el servicio doméstico más que lo justo. Intenté calmar mi frustración, así que más que juzgar la perspectiva que algunos empleadores tienen de la relación laboral con las trabajadoras del hogar, pensé que merece la pena desentrañar las razones por las que un grupo económicamente dominante tiene profundas dificultades para asumir los derechos de aquellos a quienes consideran diferentes.
No es un asunto menor si pretendemos que los que tienen el privilegio de ser empleadores de trabajadoras domésticas comprendan que los derechos laborales no son un asunto de bondad o maldad, sino de justicia. Si hay 2 millones 200 mil trabajadoras del hogar, debe haber por lo menos el mismo número de familias de empleadores.
La identidad se construye a base de semejanzas, el sentido de pertenencia que genera seguridad está en gran medida vinculado a la sensación de formar parte de una comunidad que reconoce a sus integrantes. Desafortunadamente, en nuestro país las diferencias de clase e incluso de raza siguen profundamente arraigadas en el imaginario colectivo, de forma que las aspiraciones de comportamiento responden más a la satisfacción por exclusión que por cohesión social. Si asumimos que las semejanzas que determinan la identidad están únicamente sostenidas en la apariencia física o el poder adquisitivo y que esto no tiene posibilidad de modificarse, estaremos condenados a reproducir relaciones de sometimiento que inevitablemente desatan resentimiento.
Para quienes asumen que las trabajadoras del hogar son receptoras de beneficencia que a cambio de jornadas laborales ilimitadas y condiciones de trabajo indefinidas tienen que agradecer las consideraciones y muestras de amabilidad de sus empleadores, hace falta que imaginen a uno de los “suyos” en condiciones similares.
Lo menos que esperan las empleadoras para sus hijos y esposos es que cuenten con contratos de trabajo que les garanticen los derechos mínimos: horario, seguro médico, pago justo, vacaciones, jubilación, aguinaldo, días de descanso, remuneración, actividades que se llevarán a cabo, lugar donde se laborará.
¿Permitirían que se les negara todo esto a cambio de que les pidieran sushi una vez por semana? Si aspiramos a que a nosotros se nos trate con justicia, debemos tratar con justicia a los demás, como en un pacto social en el que recibimos lo que ofrecemos.
No fue fácil convencer de que es justo y necesario tener un contrato por escrito en el que se establezcan no sólo los derechos, sino las obligaciones de las empleadas, pero una vez que identificaron la diferencia entre derechos y concesiones, dejaron al menos de oponer resistencia.
Hace algunos meses un grupo de empleadores reconocimos las faltas que cometíamos con las empleadas domésticas. De modo que construimos un espacio al que llamamos Hogar Justo Hogar. Desde ahí nos hemos comprometido a seguir presionando a las autoridades para que las garantías legales de las trabajadoras del hogar sean una realidad, también a promover sus derechos y sobre todo a asumir nuestras obligaciones, comenzando por suscribir un contrato laboral en cada una de nuestros hogares.
Porque el país que queremos comienza en casa, empecemos de una vez. @hogarjustohogar Facebook: Hogar Justo Hogar
(Agencia EL UNIVERSAL)