Sorpresas

LA GENTE CUENTA

No fue hace mucho que volví a ver a Mariana, una vieja amiga de toda la vida Estaba tan linda, tan grácil en su vestido rosa tan hermosa como siempre, como la última vez que la había visto. Una boda de un amigo en común fue el pretexto para que el mismo destino nos volviera a reunir, y sorprenderme como el tiempo no nos había afectado en lo absoluto.
    Mariana y yo habíamos sido grandes amigos de la infancia, compartiendo juegos y clases, solíamos divertirnos con un pequeño pedazo de gis, un cordel y las piedras del pavimento; pasábamos tiempo leyendo historias de amor en nuestra adolescencia, y es dónde salió ese chispazo incipiente de amor puro y verdadero.
    Aquella con la que viví los mejores años de mi vida, en aquella transformación en la que dejábamos de ser niños para convertirnos en adultos. Pero la adultez también implica cambio de aires. Y aquella noche, con lágrimas en los ojos jurábamos ser felices, y sobre todo, jamás dejar de ser amigos.
    El tiempo suele ser el peor verdugo, la universidad y el trabajo cortaron de pronto la comunicación entre nosotros, pero sabíamos que dentro de nosotros había un cariño muy grande, que ni esas inconveniencias lograron eliminar ese lazo tan grande. Ni el tiempo ni la distancia.
    Y de pronto, años después, la vuelvo a ver, sentada, con un vestido rosa, con esa sonrisa y esa figura. Me miró, sus ojos se iluminaron y los míos no daban cabida a tanta sorpresa. Y ese día charlamos: ella ya estaba felizmente casada, yo seguía soltero. Y juramos nunca olvidar nuestra amistad.
    Pero un día me citó en su café favorito, se escuchaba un poco nerviosa, y sin pensarlo le respondí al llamado. Las nubes comenzaban a cubrir la bóveda celeste, amenazando con dejar caer gotas de agua cristalina. No me importaba. Mariana me necesitaba.
    Llega ella un poco agitada y se sienta enfrente de mí. Noto un poco de nerviosismo por saber lo que me quiere decir. Saca de su bolso unas hojas y me las entrega, nerviosa. Analizo cada una de ellas, sin salir de mi asombro: ¿quieres decirme que estás embarazada? Ella me abraza, con lágrimas de legítima felicidad. Lloro con ella, agradeciendo a la vida de tenerla de vuelta, para compartir su alegría.

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