Sin importar que iba con sus hijas, ocho hampones lo asaltaron

Cuautepec
    •    Preocupa la creciente actividad delictiva en Cuautepec (Crónica)


Juan, mi hermano, es un tipo de esos extraños, de carácter fuerte, duro pero noble a la vez. De esos que no muestran debilidad a nadie, menos a gente “poderosa”, por ejemplo esos que se dicen ser políticos reconocidos o gente de dinero; enemigo de las injusticias y abusos; siempre ayudando a quien lo necesita sin esperar nada a cambio.
La noche del pasado domingo primero de octubre, coincidimos en la casa de mis padres por un problema de salud que tuvo uno de nuestros sobrinos. A pesar de la desvelada, afortunadamente nada grave pasó… pero esa es otra historia.
En cuanto tuvimos oportunidad de charlar, dirigió su mirada hacia mí e intuí que algo quería decirme. ¿Qué crees carnal?… me asaltaron.
Me dijo y al mismo tiempo sus ojos se empezaron a humedecer. Fue entonces cuando supuse que no fue un asalto normal; un tipo como él, lo contaría como una anécdota más; incluso, no dudo que habría puesto resistencia al atraco.
Antes de preguntar, preferí escuchar. “Iba con mis niñas”; dijo. Ahí todo cobró irónicamente sentido; sus dos pequeñas de 10 y 7 años corrieron peligro, y la frustración y el coraje le hacían externar ese lado que rara vez le vemos en la familia, el del llanto. Pero no un llanto que denotara debilidad, sino impotencia, enojo, y al mismo tiempo, incertidumbre y zozobra.
Juan fue a recoger a sus pequeñas a la hora de salida del colegio, a la una de la tarde del pasado jueves 28 de septiembre. Viajaba en su motoneta sobre la calle Corregidora junto con sus dos pequeñas, en pleno centro de Cuautepec, cuando una Caribe roja se le emparejó.
“Jálate con nosotros y no la hagas de pedo”, le dijo un tipo con gafas desde el interior del vehículo; “los del carro de atrás vienen con nosotros”. Era un coche tipo Dart, color negro. Ambos vehículos lo escoltaron hasta llevarlo al camino viejo que conduce a la comunidad de Santa María Nativitas.
Para no poner en riesgo a sus hijas, Juan accedió e inmediatamente se dio cuenta de lo que se trataba. Durante el trayecto, a pesar de estar en pleno centro, no vio patrulla alguna para solicitar ayuda o, por lo menos, algún policía a pie.
En el solitario camino, le hicieron la seña de que se orillara, e inmediatamente bajaron del coche ocho sujetos con el rostro cubierto. Sí… ¡ocho!
“Espérenme, le voy a pagar su quiniela, es el que se la ganó”, dijo Juan a sus pequeñas para que no se asustaran. Y efectivamente, él llevaba consigo casi cuatro mil pesos de la colecta de quinielas futboleras que un grupo de personas en el municipio organizan.
Se desprendió de su bolso tipo “mariconera” y se la entregó inmediatamente al sujeto que se le acercó. “No seas gacho, ten lo que tengo, no espantes a mis hijas, no se han dado cuenta; no saques pistola”, suplicó mi hermano al asaltante. Y así fue, afortunadamente.
Le vaciaron del bolso hasta la última moneda y billete y se fueron, no sin antes darle a entender que alguien le había puesto el dedo; como diciendo: ni modo, te tocó, te aguantas.
“Las niñas no se espantaron, gracias a Dios”, culminó su relato mi hermano aún con los ojos humedecidos. Un nudo en la garganta me impidió responderle; sólo emití en mi mente un: “hijos de la chingada”
“Hiciste bien, protegiste a tus niñas”, fue lo único que le pude decir, porque, ya entrando en razón, fue muy posible que mis sobrinas hayan salvado su vida, por lo que les platiqué al inicio, porque muy seguramente, si va solo, se habría resistido al asalto.
Al retirarme a mi domicilio, esa misma noche, una patrulla de Seguridad Pública municipal me detuvo. “Operativo de detección y recuperación de vehículos robados”, me dijo el oficial que se acercó a mi ventanilla. Me pidió mis documentos. Su servidor, con el enojo aún de que… ninguno de estos oficiales estuvo cuando mi hermano lo necesitó, me negué a darle mis documentos.
“Ahí está la placa, revisa en el sistema que no sea robada”, contesté en un tono que en otra circunstancia no lo hubiera hecho. Siempre he accedido a las peticiones de la autoridad. “Necesito sus documentos”, insistió el oficial. “Bueno, muéstrame la orden judicial de revisión con mi nombre, y con gusto”, respondí.
El oficial me cuestionó que si estaba seguro de necesitar la orden. “Estoy seguro. Y si no la trae, me voy a retirar, mis hijos tienen sueño y frío”.
En instantes arribaron dos patrullas más. Para intimidar a un conductor a bordo de una camioneta Ford Explorer, “sospechosa”, con dos menores somnolientos a bordo. Y para los ocho sujetos encapuchados que asaltaron y pusieron en riesgo a mi hermano y sobrinas… nada.
En una de esas patrullas bajó un oficial que me reconoció. “¿Qué pasó jefe?, usted siempre accede”. Con la mirada le expresé todo el malestar que traía conmigo, no fueron necesarias las palabras. “Ya váyase, con cuidado”. Apreté la mandíbula y fui a casa.

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