Simulacros

Callejón de Sombrereros

En Viena, a principios del siglo XX, diversos escritores hallaron en la literatura maneras íntimas de varia invención.
Stefan Zweig creía que ocurría una época de paz y prosperidad que hastiaba a sus moradores y que se ha convertido en una evocación recurrente. Viena había crecido “lentamente en el transcurso de siglos, desplegada orgánicamente alrededor de un núcleo central, tenía con sus dos millones de habitantes, una población suficientemente grande como para ofrecer todo el lujo y toda la multiplicidad de una metrópoli, pero no era de dimensiones tan enormes como para quedar alejada de la naturaleza como Londres o Nueva York. Las últimas casas de la ciudad se reflejaban en la corriente poderosa del Danubio o miraban sobre la amplia llanura, se perdían entre jardines y campos o ascendían sobre suaves colinas hasta las últimas estribaciones de los Alpes, cubiertas de bosques verdes. Apenas se notaba dónde comenzaba la naturaleza y dónde la ciudad, la una se confundía con la otra sin resistencia ni oposición”.
También sus habitantes se confundían; músicos, pintores, escritores y comerciantes convivían naturalmente. En el palacio Lichnowsky, Ludwig van Beethoven había tocado el piano, Joseph Haydn era huésped de los Esterhazy, Gustav Mahler y el riguroso y detenidamente disciplinado director de la ópera Johannes Brahms frecuentaban la casa de los Wittgenstein.
Alemania se preocupaba por la economía; Austria se dedicaba al placer y al arte. “El Teatro Imperial”, escribió Stefan Zweig en El mundo de ayer, “el Burgtheater, representaba para el vienés, para el austríaco, algo más que un mero escenario donde los actores interpretaban obras dramáticas. Era el microcosmos que reflejaba el macrocosmos, el espejo en el que la sociedad se contemplaba a sí misma, el único verdadero cortigiano del buen gusto”.
Ya entonces advertía Zweig que “en el ejemplo del actor del Burgtheater veía el espectador cómo había que vestirse, cómo había que entrar a una habitación, cómo debía conversar, cuáles eran las palabras que un hombre de buen gusto tenía que emplear y cuáles las palabras que debía evitar. El escenario, en vez de un mero lugar de entretenimiento, era un manual hablado y plástico de las buenas maneras, de la acertada pronunciación”.
Sin embargo, el teatro popular representaba una crítica burlesca del simulacro que proponía el Burgtheater. Johannes Nestroy, por ejemplo, no sólo se permitía un humor franco y revelador, sino que no prescindía del habla común, del idioma consuetudinario, sin afectaciones y sin temor a la vulgaridad.
En casa de Dorette Hartmann en Perote se conservaba con devoción una de esas astillas y la peluca de un pequeño Mozart que trabajaba en las ferias ambulantes en Viena, Graz, Salzburgo, Rossenheim, Prien am Chiemsee, Munich, Klagenfurt, Bregenz, Lugano… y que murió asesinado la Noche de Año Nuevo de 1959 en Perote.

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