Simulación

Simulación

El faro

Desde hace mucho tiempo me he estado preguntando qué era primero: la cultura o forma de ser del mexicano; o la organización política representada por el Partido Revolucionario Institucional (PRI). Son dos realidades que se parecen tanto que permiten preguntarse por qué es primero, si el huevo o la gallina.

La máscara en la manera de ser del mexicano es un elemento constitucional, tanto en lo ritual como en el comportamiento cotidiano. La habilidad para encubrirse y no permitir que el de enfrente sepa cuál es mi sentir, mantener el gesto adusto para que no se transparente lo que hay en el interior, son características particulares de la manera de ser del mexicano. Con esta premisa del encubrimiento, se abren múltiples posibilidades para engañar, simular, decir una cosa y hacer la contraria, ser cínico e incluso llegar a ser violento.

El PRI fue, quizá ya no tanto, la oficialización de la simulación. Se decía vulgarmente que este partido daba el intermitente de la izquierda y giraba hacia la derecha. Hablaba de la revolución mexicana como momento histórico de manifestación popular democrática y era un partido totalmente vertical. Pretendía aglomerar los movimientos obreros y los utilizaba para su empeño corporativista de control. Se convirtió, pues, en el modelo público de lo que el mexicano de a pie era en el ámbito privado. 

En nuestra manera de comportarnos continuamos siendo muy parecidos a como mencionamos que éramos. Y, por consiguiente, la expresión política nos refleja con la misma fidelidad. Ahora no es el PRI, pero es MORENA y también la oposición.

Las campañas políticas para la elección del nuevo presidente de la República deberían comenzar, según la ley, en el mes de noviembre. El Movimiento de Regeneración Nacional (MORENA ), ya lanzó a sus candidatos internos a la arena de la competición. Dicen que no es campaña, pero su comportamiento y parte de sus discursos se entienden en clave de campaña política pero exhiben una panoplia de eufemismos para no decir lo que hacen y disfrazar sus intenciones. El lenguaje se convierte en este contexto en una herramienta absolutamente estratégica. 

¿Quién hace la ley? Los políticos. ¿Quiénes deberían ser los primeros obligados a cumplirla? Los políticos. ¿Quiénes son los primeros en violarla? Los políticos. No debería normalizarse estas actitudes. Pero hay instituciones, el Instituto Nacional Electoral (INE), entre ellas. Por ley podrían tener la posibilidad de amonestar, multar e, incluso, descalificar a los candidatos que no respeten los tiempos. Pero, ¿cómo se van a atrever a descontar a quienes no cumplen las leyes? No se atreven, y se hacen las víctimas de las acciones políticas que pudieran enmendar, pero que justifican también con palabras encubridoras. 

Así, la situación es confusa: candidatos que no se reconocen como tales, dineros que se gastan sin que nadie sepa de dónde, instituciones que miran para otro lado, palabras que no significan lo que significan, analistas que dicen esto y lo contrario, masas que se movilizan pero no son partidistas… En fin, la pregunta que me hacía me la sigo haciendo, qué será primero: el arte del engaño público o el encubrimiento particular. Quizá lo más seguro es que ambos elementos van de la mano y sirven para explicar el ambiente en que vivimos. No son ellos o nosotros, somos todos los responsables de lo que sucede.