Rosas del jarrón, tan leales a su vocación

Rosas del jarrón, tan leales a su vocación

LAGUNA DE VOCES

Las flores en un jarrón con agua acaban por secarse a los pocos días. No es su naturaleza ser arrancadas de la tierra, mucho menos del campo para adornar una estancia donde ya no les da el sol ni el aire. A los pocos días, con todo y aspirinas colocadas en el fondo se marchitan, sus pétalos se empiezan a enredar en sí mismos, en una suerte de despedida, hasta que finalmente mueren.

Duran tan poco que dan ternura, y una infinita tristeza, porque si bien es cierto que su vida de por sí es corta donde quiera que se encuentren, el asunto es que de pronto aparecen en un lugar desconocido, ajeno a la casa donde crecieron y se asomaron al sol de las mañanas y las estrellas de la noche.

Hasta la hierba que ninguna culpa tiene es arrancada y puesta en el florero de vidrio como compañía, igual que las mascotas eran enterradas con los faraones para que fueran con ellos por los caminos de lo desconocido.

Sin embargo, cuando se miran en manos de quien las recibe con sorpresa, los ojos hinchados de alegría, saben que cumplieron una de las metas más preciadas entre las de su generación, y que por lo tanto con creces la tarea para la que fueron creadas.

Aunque es tan corto, tan mínimo el tiempo. Pero lo mismo sucede con los fuegos de artificio, con las fiestas que esperamos impacientes durante meses, y se esfuman apenas pasadas unas horas.

Jugamos a ser eternos pero es imposible, empresa que nunca se cumplirá, sueño que se queda en eso, un simple sueño.

De tal modo que hasta el último instante, ya moribundas, las rosas que se quedaron dormidas abren los ojos a la vida, con todo y que ya pocos las admiran. Cumplen al pie de la letra el pacto histórico de las flores, y luego mueren más rápido que las que llevaban un reloj integrado a su savia.

Al final de cuentas, los seres humanos somos similares. Siempre somos testigos de cómo la belleza se pierde tan pronto como fue su esplendor, y debemos medir el cariño por algo que dure más, incluso se mantenga en la memoria hasta después que desaparezca el objeto de nuestra admiración.

Nada tan ingrato como medir el amor a partir de la apariencia.

Las flores que languidecen en el jarrón con agua hasta la mitad, en definitiva no son las mismas que llegaron hace unos días, se diría son desconocidas, extrañas. Pero son las que esperanzadas salieron del campo, llegaron a la central donde pasaron horas junto a jitomates y carne, hasta ser recortadas del tallo, liberadas de espinas y puestas en papel celofán transparente.

Luego entonces son las mismas.

Y por haber sido tan leales a sus principios, a la misión que de algún modo todos tenemos en la existencia, han ganado un sitio especial en la memoria de quien sonrió, se sintió feliz un instante nada más de mirarlas.

Esa es la razón de todo.

La que hace posible vivir, perder la esperanza y recuperarla de nuevo.

Porque vivir es la única encomienda que nos es asignada desde el nacimiento. Y hacerlo con profunda fe en el sentido que aporta a todo tenerla, mantenerla, cobijarla en la esperanza.

Eso nos confirma que después de todo las flores del jarrón cumplieron, fueron leales a sus propios principios, y de paso nos dejaron algo de fe, que siempre hace falta.

Mil gracias, hasta mañana.

jeperalta@plazajuarez.mx/historico/historico

@JavierEPeralta

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