Rosario Tijeras

FAMILIA POLÍTICA

La orgullosa “Tijeras”, de pronto, desaparecía misteriosamente, pero luego volvía. Seguramente un día no lo haría; tal vez, su nombre y su foto aparecerían en el periódico, junto a las sórdidas reseñas de los cientos de muchachos muertos en Medellín.
    Ante esta situación reflexiono y concluyo: ¡Qué bueno que en México esto no ocurre!

“El día que nació, no llegó cargando pan.
Traía la desgracia bajo el brazo”.
Jorge Franco

Es común leer un libro y después verlo en la pantalla, generalmente con calidad inferior. Múltiples constancias existen de lo anterior, principalmente si de obras de la literatura universal se trata.
    En el caso de nuestras letras, aunque Pérez Reverte es español, cuando se trata de la narrativa que puso de moda a las mujeres violentas y empoderadas en la alta delincuencia, su Reina del Sur, se concibió en la creativa mente de ese novelista, cuya formación tiene que ver con el arte cinematográfico. Sus descripciones del Peñón de Gibraltar, de El Mediterráneo, de Marruecos, casi se visualizan igual en las letras que en las imágenes.
    En esa misma línea argumentativa, seguramente bajo la influencia del personaje de la sinaloense Teresa Mendoza, me llamaron la atención los promocionales de la serie Rosario Tijeras; decidí verla. Uno a uno seguí sus capítulos como simple diversión, aunque siempre estuvo presente en mí, el gusanito del análisis socioeconómico que determina al argumento.
    La trama telenovelera se circunscribe a un ámbito geográfico, que bien podría ser el de cualquier urbe latinoamericana densamente poblada. En este caso, el libro se escribió en Medellín, Colombia y la televisión la ubicó en la Ciudad de México: “Por las noches, las luces en los cerros nos parecían las de un nacimiento navideño”, dice uno de los personajes.
    En relación con el mismo tema, recientemente descubrí una novelita con el título de la anti-heroína y la fotografía de su protagonista en la pantalla: Bárbara de Regil. Me enteré que el autor Jorge Franco, es un colombiano ganador del Premio Alfaguara de Novela 2014. Como dato curioso, también tuvo formación cinematográfica en una escuela de Londres.
    Al adquirir el pequeño volumen, pensé que se trataba de un refrito de la serie. No es así: es un profundo y bien escrito texto que, como recurso literario, inicia en el momento en que a Rosario Tijeras, uno de sus novios le mete varios balazos durante la estrechez de una abrazo y el calor de un beso. Éste también era el sello de identidad en los muertos que sembraba la protagonista, a lo largo de su biografía criminal.
    Herida mortalmente, por circunstancias Antonio, su amigo espiritual y cuasi novio la recogió, llevó al hospital y cuidó durante la noche de su agonía. Esas horas marcan el tiempo literario en que el joven realiza una dolorosa retrospección, para tratar de entender por qué, precisamente a él, le tocaba estar ahí.
    Rosario se llamaba, así, sin apellido (adoptó el apelativo “Tijeras” porque su madre era costurera y alguna vez Chayo, utilizó ese instrumento de trabajo para capar al sujeto que la violó). Sin origen cierto, sin identidad clara por la línea paterna, se mueven muchos jóvenes con una herencia generacional de violencia, venganza, alcohol, drogas… sin lugar para el alter ego; sin sitio alguno para albergar sentimientos de culpa.
    Joven agraciada que lo mismo podía pasar por colegiala de secundaria que personificar a una sofisticada modelo o a una descocada chica de discoteca, nuestro personaje ejercía en los hombres una atracción fatal. Ella tomaba a quien quería sin investigar sus circunstancias; lo mismo entre los chavos de su mundo milonguero y proletario, que entre los burguesitos de la alta sociedad y aún de los altos jerarcas de la mafia.
    “Cásate conmigo, Rosario”, le propuso Emilio (su novio en turno). Ante la rotunda negativa él insistió “¿Por qué? ¿Qué tiene de raro? Si nos queremos. Ella respondió: “¿Y qué tiene que ver el amor con el matrimonio?”. “La familia de Emilio pertenecía a la monarquía criolla, llena de taras y abolengos, de ésas que en ningún lado hacen fila porque piensan que la sociedad no se las merece. Tampoco le pagan a nadie porque creen que el apellido les da crédito; hablan en inglés porque así tienen más clase y quieren más a Estados Unidos que a su propio país”. El joven junior tenía una novia a la que quería todo el mundo, menos él. En esas circunstancias, cuando desafió a los prejuicios para presentar a Rosario, su mamá le dijo: “Se nota que no tiene clase. No sabe ni comer”. –“Me sabe comer a mí y eso es lo que importa”, respondió.
    La existencia de la protagonista giraba en torno al jefe de su banda, su hermano Jonhefe (seguramente por John F. Kennedy); cuando lo mataron se sintió excluida en éste, su mundo y rechazada en el otro. No quería cambiar, no sabía cambiar. Se nutrió en el fatalismo; vivía rodeada por la muerte: “La muerte era su pan de cada día, su noticia más persistente y hasta su razón de vivir; varias veces la escuchamos decir: no importa cuánto se vive, sino cómo se vive, y sabíamos que ese cómo era jugándose la vida a diario a cambio de unos pesos para el televisor, para la nevera, para echar el segundo piso a la casa, pero al verla así, entendí lo democrática que es la muerte cuando se pone a repartir dolor”.
    La diferencia entre los jóvenes de ambas realidades, en cierto momento, más que en el pedigrí, está en el dinero. Esta desigualdad desaparece, aún momentáneamente, cuando los bolsillos proletarios se llenan con el producto de un “buen trabajito”.
    “Los duros de los duros” son los delincuentes de alto rango, los de cuello blanco, los dueños de poderosos imperios criminales y económicos. Ellos siempre tienen a su disposición a las mejores mujeres, quienes vencen su repugnancia ante las prominentes panzas, los nauseabundos alientos y las eréctiles disfunciones. Cualquier valor o débil principio se extirpa con dinero, joyas, automóviles, departamentos y droga.
    La orgullosa “Tijeras”, de pronto, desaparecía misteriosamente, pero luego volvía. Seguramente un día no lo haría; tal vez, su nombre y su foto aparecerían en el periódico, junto a las sórdidas reseñas de los cientos de muchachos muertos en Medellín.
    Ante esta situación reflexiono y concluyo: ¡Qué bueno que en México esto no ocurre!

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