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Ritualismo y convicciones

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FAMILIA POLÍTICA

En el México actual, todos los pueblos, barrios, rancherías… tienen un santo patrono (o patrona); “cada capillita tiene su fiestecita” y todos los santos exigen: flores, cohetones, misas, campanas y sahumerio, obviamente por medio de sus representantes en la tierra, quienes realizan tan piadosa labor mediante una módica parte de los ingresos. Dicen que quien sirve a la iglesia, de la iglesia vive.

“Decía Benito Canales,
ya después de confesado:
quiero pelear otro rato,
 ora que estoy perdonado”
Corrido popular.

Los antropólogos coinciden en que, uno de los principales personajes que rompió la igualdad entre los individuos que integraban los grupos humanos primigenios, fue el brujo. Con un perfil sagaz e inteligente, estudió los miedos personales y colectivos de su comunidad, descubrió o inventó explicaciones; estableció alianzas con seres invisibles y poderosos que podían proteger al clan; claro está: el chamán ya no tenía que trabajar, ocupaba su tiempo en hablar con los dioses para propiciar el éxito en la caza, la pesca, la recolección… esta división del trabajo, dio origen a una nueva clase social, a una casta de privilegios.
Con un alarde de imaginación, el argentino Aníbal Ponce, en su libro Educación y Lucha de Clases, describe una escena a orillas del Nilo, en determinada época: junto a una congregación de seres primitivos, el brujo se erguía majestuoso, pronunciaba palabras ininteligibles, ordenaba a las aguas salir de su cauce, irrigar las márgenes que así, se transformaban en fértiles campos de cultivo: cíclica forma de vida para los pequeños asentamientos humanos.
Tras el mágico conjuro ¡Oh, maravilla! el río crecía, sus limos enriquecían las tierras haciéndolas propicias para la siembra. Los dioses escuchaban a su interlocutor quien, a partir de ese momento, gozaba de todo tipo de consideraciones y respeto; obviamente, frutos de rudimentarios conocimientos científicos con disfraz de míticas premoniciones y mágicos poderes.
El mundo antiguo y su cosmogonía politeísta, dio origen a una riquísima mitología; a una serie de ritualismos que se creaban para agradar a la divinidad predilecta de cada ciudad-estado. El padre Zeus (Júpiter para los romanos); las doce deidades mayores; así como las menores: musas, faunos, erinias, parcas, ninfas y otras veleidosas criaturas, se complacían en compartir las pasiones de los seres humanos, propiciar y tomar partido en sus guerras, proteger a sus amigos y destruir a sus enemigos, de una manera totalmente determinada por el destino, inalterable.
En estos escenarios, la literatura encontró campo fértil; la Tragedia se inspiró en la vida de los héroes y de sus divinos protectores; todos ellos, protagonistas de complicados enredos, como la mismísima Guerra de Troya o las inmortales obras teatrales: Edipo Rey, Electra, Antígona, Medea… Los miedos siempre subyacen en la religión y sus ritos, por eso, la hechicera Circe y el Oráculo de Delfos, acrecentaron el sobrenatural poder de sus ancestros.
En otro tiempo, la concepción judaico cristiana de Dios, nació como religión de un pueblo que, aun creyéndose elegido, estuvo secularmente sojuzgado: para algunos El Mesías encarnó en Jesús de Nazareth; para otros, este hijo del carpintero José y de la aldeana María, no era (y hasta la fecha así se le considera) más que un impostor. El Divino Profeta, aún no llega; el pueblo judío, con sus prácticas y ortodoxo ritualismo, lo sigue esperando.
Con ciertos elementos de estoicismo, el Rabí de Galilea murió crucificado. Tras varios siglos de persecución, el Emperador Constantino declaró al cristianismo, religión de Estado. El Nazareno miraría su nombre unido al del poderoso César en turno. Desde entonces, y a pesar de los fuertes cismas del catolicismo a lo largo de su historia, es la institución que con gran autoritarismo, aglutina a millones de creyentes y les impone cumplir con severos y puntuales ceremoniales.
Sus ejércitos (jesuitas, dominicos, franciscanos, legionarios…) llegaron y llegan hasta lo más recóndito del planeta para plantar cruces y repartir hostias, casi siempre con el respaldo de las espadas y las constantes amenazas de excomunión que emanan directamente de El Vaticano.
A principios del siglo XVI, una España de fanática raigambre católica, apostólica y romana, conquistó el imperio mexica y otros más. Cavó profundamente los cimientos físicos y morales de la iglesia de San Pedro. La virgen Santa María de Tecoatlasupe adoptó la fonética española de Guadalupe y se fundió sincréticamente con Tonantzin; lo mismo ocurrió entre Tláloc y San Isidro Labrador, así como en otras uniones conceptuales que permanecen inalterables y adoradas en cualquiera de las dos culturas o en ambas.
En el México actual, todos los pueblos, barrios, rancherías… tienen un santo patrono (o patrona); “cada capillita tiene su fiestecita” y todos los santos exigen: flores, cohetones, misas, campanas y sahumerio, obviamente por medio de sus representantes en la tierra, quienes realizan tan piadosa labor mediante una módica parte de los ingresos. Dicen que quien sirve a la iglesia, de la iglesia vive.
Aunque en México, hasta los ateos son guadalupanos, cumplir con todos y cada uno de los sacramentos, ceremonias y actos litúrgicos que exige nuestra profesión de fe, es casi imposible. Comienzo por el bautizo ¿Por qué no se administra este sacramento cuando el ser humano ya puede decidir por alguna religión o por no tener ninguna? ¿Cómo puede negarse un niño a ser confirmado, si no sabe qué significa eso?
La primera y sucesivas comuniones ¿no podrían ser encuentros de quien se sincera con su Dios, en privado, sin testigos y con genuino arrepentimiento? ¿Y el matrimonio? ¿no bastaría una promesa de los novios y el testimonio de un anillo de hojalata, en lugar de las ostentosas fiestas que se realizan el año previo al divorcio? ¿Cuántos maridos asisten los domingos a misa, con cara de pocos amigos, para cumplir con el compromiso social de acompañar a su esposa?
Escribo estas líneas el miércoles de ceniza, inspirado por un albañil que se declara públicamente ajeno a todo ritualismo religioso y por eso no tuvo valor de pedirme permiso de ausentarse para acudir a que un sacerdote le colocara una cruz de tizne en la frente. Sin embargo ¡lo descubrí! Lo disculpo y lo justifico, creo en Juan Gabriel cuando afirma que “la costumbre es más fuerte que el amor”.
A propósito, aquí termino, debo acompañar a mi esposa a tomar ceniza.