RETRATOS HABLADOS

* Tutankamón y las maldiciones 

Hoy hace exactamente 92 años, un grupo de arqueólogos decidió abrir la tumba de Tutankamón, y con esa acción se desató una de las maldiciones más conocidas en la historia moderna del mundo. El joven faraón acabó, dicen, uno por uno con los que habían tenido la descortesía de poner al descubierto su osamenta.

 

            El asunto de las maldiciones es el pan de cada día en un país como el nuestro. A lo mejor sin la solemnidad de Tutankamón, pero igual con una intención mortal en contra de quien es dirigida.

            No pasa día sin que maldigamos con sentido fervor al que se nos puso enfrente del auto, que regularmente con taxistas igual de maldecidores; la suerte perra que de pronto nos informa que nunca de los nunca nos encontrará, y que a la edad que cumplimos lo mejor será guardar serena resignación.

            Si cada uno tuviera la oportunidad de escribir para ser guardado en el estuche que se llama ataúd o urna, según el gusto, las maldiciones que recibirán en un futuro lejano quienes se encuentren con nuestra tumba, seguramente nos encontraríamos con toda una colección de buena factura literaria.

            ¿A quién se animaría usted  legarle malos destinos ya difundo?

            La lista puede ser interminable o tal ve muy corta, pero guarda, sin duda alguna, un profundo rencor que no se va, a veces, ni con la muerte.        

            Tutankamón maldijo al que abriera su tumba.

            Usted, aquél otro, nosotros, seguramente no elevaríamos maldiciones por lo que puedan robarse de la cripta donde acabemos, sino de lo que nos quedó a deber la vida. Sí, hay algunos que están rebosantes de gracia por lo que han logrado, pero otros, tal vez la mayoría, no.

            El asunto sin embargo es que nadie ha podido comprobar que los que abrieron la tumba del faraón egipcio murieron víctima de los malos deseos del difunto. Es más, seguramente no fue así, pero es deber impregnar de algo mágico maldito la vida, y por eso es necesario creer que así fue.

            Con toda seguridad el pobre Tutankamón simplemente quedó calavera y ninguna de sus palabras tuvo efecto real.

            Pero tal vez sea el último cosuelo de un muerto: echarle maldiciones a quienes no lo quisieron en vida, a los que no lo ayudaron, a los que le mintieron, le engañaron.

            Es un consuelo tonto, pero al fin consuelo.

            Como quiera que sea hoy, hace 92 años que unos arqueólogos firmaron su sentencia de muerte al abrir el sarcófago con los restos del que a la postre fue responsable de su muerte.

            Uno está en la libertad de creer o no lo que sucedió, y también, por supuesto, de empezar una lista, tal vez interminable, de los que merecerán nuestras más sentidas maldiciones.

            Mil gracias, hasta mañana.

 

peraltajav@gmail.com

twitter: @JavierEPeralta

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