* Ya no hacen el tiempo como antes
Hubo un tiempo en que mirar septiembre resultaba motivo de fiesta, porque anticipaba el arribo de los meses previos a la Navidad, y para el niño que era entonces, y el adulto que fui después hasta entender que los años pasan, no podía existir mejor forma de celebrar la vida que con la festividades de diciembre.
Llegado el mes patrio la travesía estaba a punto de terminar con el arribo a un puerto seguro y dichoso. De un modo u otro el año empezaba cuando en realidad terminaba.
Fue todo ese tiempo la certeza de que la vida puede construirse sin preocupación alguna de que eso, el tiempo, tarde o temprano se las cobra todas y una mañana, sin aviso de por medio, nos despertamos con la amarga realidad de que no fuimos inmunes a su paso.
A partir de ese justo instante una buena parte de los esfuerzos de sobrevivencia se dedican a intentar afanosamente que los meses duren aunque sea un poco más. Finalmente diciembre adquiere la característica real que le habíamos negado: es el último del año que, está claro, se va para nunca volver.
Septiembre empieza a sonar con tintes de cuenta final fatídica, y de la felicidad que antes nos despertaba, se transforma en un fantasma de Dickens que, con anticipación, llega para hacernos entender la necesidad de poner en orden las cosas porque, quién sabe, ya nunca será seguro llegar al año siguiente.
Peor resulta que los días de las fiestas patrias también se denominen “del testamento”, a través del cual alguien pensó, sugirió e impuso la necesidad de que cada uno de los bienes que se posean, tengan un destinatario feliz, que podrá heredar sin problemas de ningún tipo.
Diciembre se atisba en el horizonte con una rara mezcla de esperanza y desdicha. Por supuesto la esperanza de la nostalgia, porque todo aquello que nos hizo felices durante mucho tiempo dejó de existir, y pese a la necedad de creer que se puede recrear lo que fue, lo único cierto es que nos transformamos en los que están obligados a reconocer la necesidad de cosechar lo que se haya sembrado y esperar, simplemente esperar.
Sin embargo, a fuerza de tanto esfuerzo de imaginación que hicimos hasta la edad actual, algo se conserva, igual que aquella vieja lágrima de Urbina, “fuente inagotable de ternura, vena de dolor que no se acaba”.
Esperar aquello que se mira ya cercano, las luces-ilusiones de Andersen, el frío-esperanza, la seguridad de que el otro año será mejor, próspero, único en la historia personal capaz de coronar, aquí sí, a esta edad, los sueños que no se van, no se quieren ir.
Últimos meses del 2015, en eso no hay vuelta de hoja.
Seguro fue el frío con que despertó este lunes, las pláticas de Aurora y Minerva sobre lo que parecieran simplezas, pero es lo vital, fundamental de la vida. Sí, el tiempo se pasa últimamente más rápido, es fugaz. Pero no es el tiempo, y lo sabemos, vaya que lo sabemos. Somos uno, nosotros, los que intentamos culpar a lo que es constante y casi eterno, de la certeza de hacernos viejos.
Mil gracias, hasta mañana.
twitter: JavierEPeralta
CITA:
Diciembre se atisba en el horizonte con una rara mezcla de esperanza y desdicha. Por supuesto la esperanza de la nostalgia, porque todo aquello que nos hizo felices durante mucho tiempo dejó de existir, y pese a la necedad de creer que se puede recrear lo que fue, lo único cierto es que nos transformamos en los que están obligados a reconocer la necesidad de cosechar lo que se haya sembrado y esperar, simplemente esperar.