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Respuesta a Nelson Vargas: su ira está mal dirigida

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En su columna del 3 de mayo, Nelson Vargas hizo una pregunta que vale la pena responder: “Conocedores del Derecho, qué se puede decir cuando un delincuente sale libre después de ser procesado a 34 años de prisión, a pesar de tener las suficientes evidencias para lo contrario. A pesar de que una de sus víctimas declaró frente a la banda de asesinos y les señaló directamente como quienes lo secuestraron”.

 

La respuesta es que uno necesita entrar a los detalles del caso de Isidro Solís —la persona que había sido sentenciada a 34 años de prisión— para entender qué pasó. La acusación se basaba en dos pruebas: la identificación de una de las víctimas y una confesión del imputado. Sin embargo, esas pruebas estaban viciadas desde el principio.

Por un lado, se procesaron mientras el imputado estaba arraigado, incomunicado, sin una acusación formal y detenido indefinidamente sin la supervisión de un juez. Por otro lado, se obtuvieron sin la presencia de un abogado defensor que atestiguara que la identificación y la declaración se hicieran siguiendo los procedimientos necesarios para no influir en la víctima y no ejercer coerción sobre el imputado. ¿Cómo podemos confiar en esas pruebas si no podemos asegurar que la autoridad ministerial las obtuvo legalmente y sin el propósito de fabricar un culpable?

La presencia del abogado defensor puede sonar como un mero tecnicismo, pero no lo es. El acceso a una defensa adecuada en todas las fases del proceso es un derecho humano reconocido en los tratados internacionales y en nuestra Constitución. Si no se protege, las personas imputadas quedarían indefensas ante los abusos de la autoridad, sin certeza jurídica, sin un juicio justo, y en desventaja para cuestionar las acusaciones que se hagan en su contra.

En este caso la Ley defendía sin ambigüedad al imputado. La jurisprudencia que aplicaron los magistrados que anularon la sentencia —no fue sólo uno— se basaba en las convenciones internacionales de derechos humanos, reconocidas por la Constitución. No era una interpretación demasiado estricta de la ley. La Constitución también es explícita en su artículo 20 sobre ese tema: “Cualquier prueba obtenida con violación de derechos fundamentales será nula” y “la confesión rendida sin la asistencia del defensor carecerá de todo valor probatorio”.

Entonces resulta evidente que en el caso de Isidro Solís no había pruebas suficientes, contrario a lo que afirma el señor Vargas. De hecho, no había ninguna prueba válida en su contra. Aquí entra en juego otro derecho humano: la presunción de inocencia. Es incorrecto afirmar que este hombre es un “delincuente”, ya que no se probó más allá de una duda razonable que él fuera culpable. Debemos asumir que él es inocente y que fue lamentable que tuviera que pasar ocho años en la cárcel injustificadamente.

La ira de Nelson Vargas es comprensible. Él y su familia fueron víctimas de un crimen terrible y nadie les ha hecho justicia. Sin embargo, sus ataques están mal dirigidos, porque los jueces no le han hecho ningún mal. Los agentes del Ministerio Público fueron quienes actuaron incorrectamente, mancharon la investigación con procedimientos ilegales, mostraron incompetencia y mala fe, y no pudieron armar un caso sólido. Ellos son los que causan los grandes índices de impunidad en este país y quienes dejan a las víctimas sin justicia.

Por eso el señor Vargas debe ser más cuidadoso con sus declaraciones, porque dañan al Poder Judicial y abren la puerta para contrarreformas contra los avances que hemos tenido en justicia penal durante la última década —como el proyecto de miscelánea penal que se discute en el Congreso—. También porque está defendiendo justo a quien debería estar denunciando: al Poder Ejecutivo, que es el primer beneficiado de echarle la culpa de sus fallas a alguien más.

@gragrofe1