El Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, recientemente publicó los resultados de una encuesta, a propósito del Centenario de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos. Dos constantes se obtienen a manera de conclusiones: ignorancia y escepticismo. El noventa por ciento de los entrevistados afirmó desconocer, aún las partes más significativas del texto y desconfiar de la democracia.
Aunque el uso de la primera persona del singular es gramaticalmente correcto, resulta políticamente incorrecto y hasta petulante. Utilizar el Yo, es presunción de que se cumple con el principio socrático “conócete a ti mismo”, lo cual es prácticamente imposible; prefiero acogerme una vez más a la aseveración de Don Miguel de Unamuno: “Hablo de mí porque soy el hombre que tengo más a mano”. Vaya esto a manera de justificación.
Las palabras, como las monedas, se gastan con el uso y mueren de muerte natural cuando dejan de utilizarse. Términos sacramentales como: “Revolución Mexicana”, “Constitución”, “Patria”, “Héroes”… carecían de sentido para un niño formado en la humilde escuela rural de su pueblo y después en una secundaria muy lejos de la excelencia académica. Entonar hasta el cansancio en el homenaje de los lunes y otras festividades, el Himno Nacional, era un acto mecánico sacralizado por un desgarbado saludo con ínfulas de marcialidad. ¿Qué significaban palabras como: “aprestad”, “bridón”, “sonoro”, “ciña”, “más, si osare”…? No lo sabía, tampoco interesaba; lo importante era cantar con fervor. Amar a la bandera sin saber por qué.
En la Escuela Normal, mi Profesor de Historia de la Educación en México, Don Javier Hernández Lara (según Jesús Murillo, émulo y contemporáneo de Maquiavelo), formulaba al grupo la siguiente admonición: “Ningún Profesor puede presumir de serlo si no ha leído, por lo menos una Crónica de la Revolución Mexicana”. Afirmo, bajo protesta de decir verdad, que por primera vez en labios del viejo Maestro, tuve noción más o menos clara de lo que fue nuestro movimiento social, y de conceptos como: Revolución, Constitución, Federalismo, Municipio libre… Las aportaciones de los sucesivos Presidentes de la República, desde Madero hasta López Mateos, y sus correspondientes secretarios del ramo se fijaron tan bien en mi memoria que aún ahora, surgen a la menor provocación.
Cierto, los discursos políticos usaban hasta el cansancio esas palabras, con fines de mercadotecnia electoral pero, que yo recuerde, pocos o ninguno de los actores públicos se preocupaba porque sus interlocutores supiéramos de qué hablaban, tan bonito. En caso de duda, se recomienda leer al General Francisco L. Urquizo (¿o no Maestro Menes?).
En acato del magistral imperativo, recurrí a la obra de un periodista, entonces de moda: Roberto Blanco Moheno, de ágil y agresivo estilo. En poco tiempo leí los tres tomos de su Crónica de la Revolución Mexicana: I De la Decena Trágica a los campos de Celaya. II Querétaro, Tlaxcalantongo, La Bombilla y III Vasconcelos, Calles, Cárdenas.
En esas abundantes páginas, descubrí al Madero espiritista y a su Gurú, el francés Allan Kardec; al Villa, rústico, sensible, cruel… así como a sus serafines guardianes: Rodolfo Fierro y Felipe Ángeles; al Zapata intransigente, leal a sus principios; a su “alter ego” y compadre, Otilio Montaño; al Carranza, frío, calculador, inteligente y a su consciencia crítica, Luis Cabrera (Blas Urrea) … También conocí al simpático (aunque perverso) genio de Obregón y la ambición de Calles por perpetuarse como Jefe Máximo de la Revolución. Todo esto salpicado de historias menores, héroes y antihéroes, como la Rebelión Cristera, la Madre Conchita, el Padre Pro, José de León Toral y su verdugo, el General Roberto Cruz…
Debo confesar que entrar al mundo de la política y de las armas en esa etapa de la vida de México, me causó cierta decepción. La escuela enseñaba a venerar a los héroes: ejemplos de pureza, muchas virtudes, sin vicio alguno. Al visualizarlos en una dimensión humana, dentro de la feroz lucha por el poder, necesariamente se alteró mi percepción axiológica. Era un profesionista casi adolescente.
Así, traté de entender que la palabra Revolución, significaba mucho más que la descripción de una lucha violenta y que en el caos, puede engendrarse la estabilidad cuando existen, aún en la mentalidad de los caudillos, valores de patriotismo, voluntad y visión de futuro. Por sangrientas que hubieran sido: La Etapa Maderista; El Constitucionalismo, La Lucha de Facciones… habrían quedado en una simple rebelión, si no se hubiesen plasmado sus más grandes ideales en un documento escrito: la Constitución de mil novecientos diecisiete que, en este mes cumple cien años de vida.
El cinco de febrero de mil novecientos cincuenta, se inscribió con letras de oro en la Cámara de Diputados la leyenda “A los Constituyentes de 1917”, por acuerdo de la XLI Legislatura. En la previa Sesión solemne, el Diputado Ignacio Ramos Praslow, expresó un bellísimo discurso, de cuyo texto tomo las siguientes palabras: “La Constitución, evangelio laico que hombres libres escribieron con valor y serenidad, mientras escuchaban en la vieja ciudad levítica y conservadora, oliente a incienso, el eco monótono de las letanías pedigüeñas, el murmurar colérico de las fuentes coloniales y la risa jocunda de sus innúmeras campanas, que fueron, hasta estos días, las locas pregoneras de un clericalismo utilitario y lacerante”.
Cien años después, nueve de cada diez mexicanos no saben qué dice un pequeño libro que se escribió con la sangre de tantos compatriotas.
Febrero, 2017.