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Religión civil

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Terlenka    

Me he preguntado qué clase de experiencia habría sido la de conocer al hombre más infeliz del mundo.
Invaluable, por supuesto, ya que tal cosa sería probablemente la mayor aproximación a la sabiduría que podría yo tener en la vida. Algo así no va a suceder: el ser humano más infeliz del mundo no va a llegar porque es como un dios que reside sólo en la imaginación, es una entelequia, un bulto metafísico que arquea la espalda y aumenta la gravedad en nuestros cuerpos. Tampoco espero a Godot, y Beckett, si viviera, estaría de acuerdo conmigo y consideraría mi renuncia a la esperanza de ver llegar a Godot, una consecuencia natural de las desgracias propias de la modernidad. Tanto Godot, como Dios y la humanidad debieron quedar aniquilados en una de las innumerables y crueles, injustas y absurdas guerras y crímenes que se han cometido a lo largo de los recientes cien años. Godot ya ni siquiera habita en mi imaginación, se ha disuelto y desvanecido en el fregar cotidiano. Ahora vino un Papa a las tierras mexicanas. Su misión, además de cumplir con las normas diplomáticas y saludar a honestos y deshonestos —con la palabra diplomacia, quiero decir: utilizar los cubiertos para comer de un plato vacío—, y afianzar la presencia de su iglesia y la devoción de los feligreses católicos, este Papa pareció concentrarse en un mensaje bastante sofisticado: “continúen siendo pobres.” “Su miseria le da voz a mi espíritu.” Una vez que estrechó manos, ofreció discursos ambiguos, acaparó la atención de los medios y se marchó, entonces el bregar y fregar y restregar cotidiano continuaron. ¿Alguien esperaba algo distinto? Leer un libro sencillo de ética le ahorraría a las personas estas visitas grandilocuentes y costosas y el resultado sería, según creo, más concreto y mesurable y eficaz —¿quién va a leer un libro, ateo iluso?— Y así nadie se aprovecharía del advenimiento de esta personalidad para justificarse, apropiarse de sus palabras, vender mercancía y atribularnos todavía más. Yo he sobrevivido a seis Papas y las nubes aún no se disipan. La miseria pasó de llovizna a huracán. En cambio, hace cinco años que llamé a un plomero el cual llevó a cabo un trabajo impecable. Hay tuberías en orden para los siguientes cinco años. Ojalá los gobernantes se hicieran buenos plomeros. Yo soy ateo, pero en realidad no lo soy, puesto que ni siquiera podría definirme así. Como escribí líneas atrás, ya ni siquiera la espera de Godot me entretiene, y la blasfemia se ha tornado pálida en mi ánimo.
Decir “soy ateo” equivale, en mi caso, a afirmar: “Tengo un antebrazo izquierdo”, o “Soy un caminante”, o “Me duele el hígado.” El único ateísmo que me parece valioso es el demacrado; ni siquiera soy un buen ateo porque ni siquiera pienso en ello. Creo que Michel Onfray le llama a este síntoma —que no postura— ateísmo posmoderno, uno que está más allá del nihilismo: un ateísmo ateo. Es posible que los ateos nos hallamos vuelto ateos, y ello sí que resulta ser una buena noticia para todos: no daremos ni aumentaremos problemas al mundo.
Y es verdad que si a estas tierras llegara el hombre más infeliz del mundo, yo experimentaría una gran curiosidad por conocerlo. Incluso cruzaría algunas palabras con él sin temor a dañarlo y a ofenderlo puesto que se trata de un ser al que ya ningún acontecimiento puede hacerlo aún más infeliz. Plotino, el filósofo y místico nacido en Egipto el año 205 de nuestra era, creía, nos dicen los sabios, en la palabra, la felicidad y en la bondad —para confirmarlo está el primer tratado de sus Enéadas—: Un optimista que amaba y toleraba el mundo como una sólida y buena construcción de Dios y que más bien ponía atención en los asuntos del cielo y de las ideas.
Se dice que sus discursos eran ambiguos, extravagantes y a veces confusos (mezclaba ética y ciencia), pero tenía buena voluntad y lo acompañaban dos influencias: Platón y su Dios (y algunas gotitas de Aristóteles). Quizás en el siglo tres yo habría sido convencido y convertido por Plotino y pese a que sus acciones verbales me parecieran románticas y confusas habría apreciado su optimismo y sus discursos. En aquel entonces no había televisión ni zombis aglomerados alrededor de una estrella mediática que se opaca apenas la siguiente estrella aparece. El Papa que vino a México es una especie de Plotino pesimista y que gusta de hacer énfasis en los asuntos terrenos, más que en los celestiales. A los miembros del ateísmo ateo les puede parecer simpático, o antipático, contradictorio o lo que sea, pero no le reconocen ya ningún papel trascendental. No es posible sembrar en el erial reseco y amarillento. La pasta dental tiene sus funciones, claro, y son perceptibles, pero en México los oídos para escuchar los buenos principios escasean y la buena acción social es un acontecimiento más bien extraño. Los ricos se persignan y siguen acumulando bienes en detrimento de los más pobres. Los miserables se acercan a la estrella mediática con curiosidad de moscas, sueltan una lágrima, se conmueven y a seguir trabajando. Los ateos ya tampoco son ateos. El Estado laico ya no es laico. En fin, la única religión que llamaría mi atención sería la civil, pues garantizaría un entorno más amable para el bienestar y la supervivencia humana. Sin embargo, para esta religión ya casi no hay feligreses.