Rafael se fue a la mar (Una historia real)

DE CUERPO ENTERO

Cuando descubrió que la luz amenazaba con meterse por la ventana, hizo a un lado la cortina para sentir un chisporroteo de luz que inundó sus ojos, deseaba sentir en su rostro la brisa de la playa, el aire de las frescas mañanas de Veracruz.
    Pasada la medianoche abordó el autobús en la central camionera. Ya tenía más de dos semanas que las fiebres se habían ido, y para sorpresa de sus amigos el ánimo había vuelto a sus ojos, comía mejor y había decidido volver a su tierra, a su puerto, a su gente.
    Rafael tenía solo 17 años cuando emigró a la gran capital, se distinguió siempre por ser el hijo problema, el alumno indisciplinado.
    Hoy Rafa está cumpliendo 33 años, la misma edad que escogió Jesucristo para morir.
    Las pocas veces que se ponía en contacto con su familia lo hacía a través de su abuelo que solía decir: “yo no entiendo nada, pero sé que te quiero mucho, finalmente eres mi nieto”.
    Si en el momento actual hablar acerca de la homosexualidad crispa los pelos a todo el mundo, hace 16 años encendía los caminos de las culpas, ¿de dónde?, ¿por qué a mí?, etcétera.
    Cuando Rafael le aseguró a su madre que era homosexual, lo primero que le dijo fue que lo llevaría con un sacerdote o con un psiquiatra; cuando se fue, su padre lo condenó al olvido aduciendo que el tiempo le quitaría ese vicio cochino de los maricones.
    A su manera, su madre le hacía llegar dinero para su vida.
En una ocasión acudió a la Ciudad de México para abrazar a su hijo cuando estuvo internado más de cuatro semanas en el Hospital General, y le dijeron que su hijo Rafael era VIH positivo.  Imaginó que se trataba de un tipo especial de sangre, o de una viruela rara que daba en la ciudad de México, y cuando insistió en llevarlo con ella al puerto, Rafael solo le dijo: “ahora menos que nunca”.
La Señora de la costa regresó a su casa, y cuando le recriminaba a su esposo la respuesta de siempre: “para mí es como si hubiera muerto”.
Como acostumbraba desde que era niño, se quitó los zapatos y sin más se acercó a la orilla de una playa tranquila, se pensaría como si lo estuviera esperando. La tibieza del agua le hizo sentirse bien, sus ojos se llenaron de mar, y muy lentamente empezó a caminar bordeando la playa de Mocambo.
Rafa camina muy lentamente, y con ese pensamiento que puede invadir todo lo que quiere acercar su corazón a su pareja que solo un mes antes se marchó para siempre.
Cuando llegó a la Ciudad de México, el mundo de las luces, de las candilejas le hicieron sentir que la farándula era su camino, su destino; pronto intimó con mucha gente que, al verlo de tan solo 17 años, algunos creyeron que podrían diseñar un artista futurista, pero otros lo atraparon en ese juego de la vida que lastima, que daña, que destruye. Se involucró en las drogas, y sin más se aventuró en las relaciones amorosas sin protección.
Rafael es homosexual, su salida de un puerto seguro, de una forma de vida solvente, fue en esa búsqueda de un mundo soñado, de una vivencia tolerante y de un oasis que ahora, mientras sigue sintiendo lo tibio de las pequeñas olas que chocan en sus pies, sabe que no existe en ninguna parte.
Su pareja se ha marchado, los dos supieron desde aquellas noches de fiebres sin respiro que Rolando tenía SIDA, evitaron decirlo por su nombre, y solo cuando el problema respiratorio le hacía casi expulsar los pulmones con la tos, ambos decidieron que era tiempo de enfrentar la muerte.
En realidad, la muerte de Rolando fue rápida, y cuando con el dolor de su partida tuvo que enterrarlo solo, decidió que pronto lo alcanzaría en ese lugar que dicen se encuentra cruzando el mar.
Los padres de Rafa supieron de su regreso hasta que les entregaron el cuerpo, supieron de sus dolores hasta que encontraron una vieja maleta en las playas de Mocambo, donde en su interior había una larga carta para su padre.
Rafael no sintió la muerte, sus pensamientos últimos fueron para él, ese jarocho de abolengo, que hoy mismo frente a la playa lee con un dolor tan intenso que piensa que no va a soportar.
“Padre: seguramente ésta no es la forma más habitual de una despedida, pero nunca encontré un camino seguro para hablarte, siempre me di cuenta que mis acciones te lastimaban, que no llenaba la imagen que seguramente tú esperabas. Ahora me acuerdo con gran alegría que tú me enseñaste a nadar en el mar, que tú me dijiste muchas veces que cruzando a lo lejos se encontraban tierras prósperas y de paz; y de verdad que todo eso me hace feliz padre, no te sientas mal, nadie tiene la culpa, es muy difícil entender cosas que al final de mi vida, ni yo mismo logro comprender. Te encargo que cada vez que camines por las playas de Mocambo te acuerdes que estoy nadando buscando un mundo nuevo, y que desde allí rezaré por ti”.
En la misma mañana que Rafa llegó al puerto decidió emprender el camino que ya había planeado, así con esa ensoñación de una mañana de verano: se hizo a la mar, caminó y suavemente se dejó llevar por las olas logrando ver después de unos momentos una playa lejana con un brillo incandescente, tan fuerte que le lastimó los ojos y sus últimas lágrimas fueron para su padre, ese viejo jarocho que se siente partido en dos.
Los años han pasado y hoy mismo, en el mismo puerto, en la misma ciudad, ese mismo hombre, más viejo y más cansado, lucha con un grupo de jóvenes por el respeto a la diferencia, por la tolerancia, por la inclusión, por la información completa.
Hoy debemos aceptar que el mundo fue diseñado para todos, y que la homosexualidad es solo eso, una preferencia minoritaria en eso de amar y ser amados.
Rafael se fue. Cuando veas a alguien caminando con pasos inseguros por las playas de la intolerancia, debes saber que posiblemente está esperando tu mano, tu comprensión y tú cariño.

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