Terlenka
(1) Hace ya muchos años que intenté leer la correspondencia entre Gustave Flaubert e Iván Turguéniev.
Escritores, ambos, que leí en mis años veinte. El contenido de sus cartas me decepcionó porque mi curiosidad apresurada me desbordaba entonces y no tenía yo talento para leer esa clase de literatura. Se es necio si uno desea entrometerse sin más en la correspondencia de dos escritores cuya duración fue próxima a los diecisiete años. La mayor parte de tales misivas no significaba nada a ojos de un extraño ya que, a no ser un estudioso del tema, resulta imposible sopesar la duración vital y el tiempo consumido entre el envío de una carta y la respuesta esperada. No se debe leer esta correspondencia como si uno revisara el menú de un restaurante o la carta de vinos. Hay que respirar. Pese al respeto que merecen de mi parte tanto el escritor francés como el ruso, puedo afirmar ahora que sus cartas son un poco más que aburridas y carecen de interés para un lector común. Y, no obstante mis primeras aversiones hacia ellas, la semana pasada volví a esas páginas y me encontré con una carta fechada el 13 de noviembre de 1872 (este año comienza en Francia el servicio militar obligatorio) y que podría haber firmado Flaubert sin ningún tapujo si viviera en México en la época que corre y nos concierne. En su carta el creador de La tentación de San Antonio escribe algunas frases plenas de rencor acumulado y desesperación. Tomo algunas al “azar”: “La estupidez pública me desborda.” “Siento ascender del fondo de la tierra una irremediable barbarie. Espero haber reventado antes de que esa barbarie se lo haya llevado todo.” “Nunca los intereses del espíritu han importado menos. Nunca el desdén por lo bello y la aversión a la literatura han sido tan palpables.” “Siempre he procurado vivir en mi torre de marfil, pero una marea de excremento bate ahora sus muros hasta el punto de derrumbarla.” “No se trata de política, sino del estado mental de Francia.”.
“No puedo charlar con nadie sin encolerizarme y todo lo que leo sobre la actualidad me enfurece.” Ambos escritores sentían una profunda aversión por los políticos, mas valoraban en mucho la honestidad y la justicia.
Cuando la carta citada fue escrita, Francia acababa de capitular en su guerra contra Prusia y la Tercera República Francesa comenzaba a tomar forma. No me detendré en ello y sólo añadiré que se trataba de una época convulsa y Flaubert todavía viviría ocho años más hasta su muerte a los 59. Pese a la distancia histórica estoy seguro de que si yo no hubiera revelado al principio de la columna que el autor de la carta era Flaubert, sus opiniones y desesperanzas podrían haber sido firmadas por un escritor mexicano contemporáneo sin mayor problema a la hora de referirse al “estado mental” de su país.
(2) Debido a que detesto el teléfono en cualquiera de sus formas tecnológicas y que me llamen sin antes avisarme que lo harán, he llegado a preguntarme por las razones de tan desmesurada fobia. Y me he respondido que son dos principalmente. La primera es que prefiero los correos electrónicos o los mensajes de texto a la voz intrusa e inesperada de una persona que te llama sin ninguna precaución. Mi humor no me permite soportar el ladrido humano sin antes prepararme a conciencia. Y la segunda es que prefiero tomarme el tiempo necesario para responder y debido a ello se me puede considerar un escritor del siglo diecinueve que acude a la oficina de correos a depositar su carta, después de haberla sopesado y escrito con tranquilidad. ¿En qué momento comienza a pudrirse una vida? Un pesimista extremo afirmaría, de inmediato, que al nacer comienza la caída, pero ella sería de una veleidad extrema que nos dejaría sin ninguna respuesta en las manos. Por otra parte, resulta infumable el ejercicio de comparar la edad y los “logros” obtenidos porque, a no ser que seamos algo así como zanahorias racionales, los seres humanos tendríamos que estar marcados por la huella de la individualidad. No hay edad, por ejemplo, para escribir un buen libro, ni para ser abrumado por la conciencia trágica, ni tampoco para experimentar un poco de felicidad. Cuando mi padre me decía, antes de su muerte hace diez años, que a mi edad él ya tenía una casa, hijos y un trabajo estable yo no sabía entonces qué responder a tan absurda comparación. Habría sido muy sabio escribirle una carta, pero no lo hice.
Hoy, la velocidad atropella a los individuos, la velocidad como temperamento, atmósfera y acción de una época. Puesto que ya no se piensa, entonces uno se comunica. En el tiempo en que Flaubert escribió a Turguéniev la carta antes citada, se intentaba reformar en Francia la enseñanza secundaria pública y mientras a la educación física se le dedicaba gran importancia, la enseñanza del idioma francés ocupaba en la escuela un lugar muy modesto (la propuesta era, nada menos, que de Jules Simon, ministro de educación francés). Hoy, en México, la educación física consiste en ver la televisión y engordar tomando edulcorantes. Y la educación básica está en los suelos. Y el idioma aún más abajo. ¿O acaso soy un viejo amargado que no desea abordar el tren de la velocidad? Que les vaya bien.