Tlahuelilpan: la tragedia que cambió a un pueblo
- “Una de mis más difíciles experiencias como periodista”
Ser testigo de la muerte de decenas de personas en las peores condiciones, como verlos prendidos en llamas; ha sido una de las experiencias más difíciles en mis casi 29 años de periodista, que cumpliré en el venidero marzo.
Difícil olvidar aquel 18 de enero del 2019, eran las 15:00 horas, llegaba a casa para disponerme a escribir las notas del día, ya tenía conocimiento de que entre los límites de los municipios de Tlaxcoapan y Tlahuelilpan, en la comunidad de San Primitivo, se registraba una fuga de hidrocarburo en uno de los ductos de Petróleos Mexicanos (Pemex) derivada de una toma clandestina. Como en esos días era común que se dieran ese tipo de eventos, no le di mucha importancia.
Sin embargo, pasados unos minutos, recibí una nueva llamada “En el lugar de la toma se está congregando la gente para recolectar el hidrocarburo, lánzate al lugar”, al ver mi prisa por irme, en casa me preguntaron: “vas a comer”. “No puedo, tengo que salir de inmediato. Pero regreso enseguida, sólo voy a tomar unas imágenes, dejo la computadora prendida”
Preparé mis herramientas de trabajo, abordé el vochito de Plaza Juárez y tomé dirección a Tlahuelilpan.
Al llegar a aquel municipio, en dirección contraria para llegar al lugar de la toma, me encontré al comandante Ángel Barañano, le pregunté cómo estaba la situación y brevemente me contestó:
“Allá está el Ejército, pero cuídate hija, por favor”.
Seguí mi camino, observé que ya desde la entrada al lugar el movimiento de la gente era inusual, en un negocio de plásticos cercano las personas compraban recipientes; hasta ahí todavía no podía medir el panorama real de qué era lo que estaba ocurriendo.
Minutos antes de las 16:00 horas llegué al lugar, por el lado de la carretera a Teltipán. Ya había, quizás unas 200 personas, en el mero corazón de la toma y donde hoy se conoce como la “zona cero”, pero seguía llegando gente corriendo, caminando, en motos, en bicicletas o en vehículos diversos. La urgencia era recolectar algunos litros de hidrocarburo.
Hombres, mujeres, jóvenes, adolescentes y niños llegaban con cubetas, bidones y hasta tambos de 200 litros, lo hacían en un ambiente de alegría y fiesta “había gasolina gratis”.
Todos ellos ignoraban las advertencias, las indicaciones de la veintena de militares que estaban en el lugar, lo mismo que de los pocos uniformados municipales y estatales, quienes al verse rebasados, se replegaron para no enardecer el clima social.
De acuerdo a las imágenes de las transmisiones y vídeos enviados a la redacción de Diario Plaza Juárez el número de personas, en minutos, aumentó considerablemente y las propias autoridades cuantificaban en la toma alrededor de 600 pobladores, ahí todo era euforia.
Conforme pasaba el tiempo, el ambiente se impregnaba más y más del olor a gasolina. No se diga de la peste insoportable que debió ser para las personas que se encontraban en la “zona cero”. Muchos de ellos jugaban con el combustible como si se tratara de agua, parecía un Sábado de Gloria.
Mientras tanto, en una responsabilidad periodística, a través de las transmisiones, hacíamos el llamado a la gente para que no se acercara.
Yo les decía que el peligro, por tratarse de combustible, era alto y podía ocurrir una tragedia.
Sin embargo, a través de las redes sociales (en perfiles que después desaparecieron) se llamaba a recolectar gasolina gratis, no había quien los detuviera.
El ir y venir de la gente era incontrolable, unos con sus recipientes vacíos con la firme idea de llevarlos llenos a casa, mientras que otros salían ya con los garrafones llenos; hubo quienes hasta por otro viaje regresaron, sin imaginar que ya no saldrían del lugar con vida o se debatirían entre la vida y la muerte.
Al escribir estas líneas, me resulta extraño volver a percibir el olor a combustible.
En todo momento, conforme se expandía lo que describí como una “nube tóxica”, tomé la precaución de alejarme del lugar, sin que eso impidiera estar al pendiente de cómo iba cambiando la información.
A las 18:30 decidí alejarme un poco más como un instinto y recordando una clase previa llamada “Cobertura de eventos de alto riesgo”. Me coloqué, quizás a unos 300 metros de distancia del lugar de la fuga y muy cerca de tres uniformados de la Policía Municipal de Tlahuelilpan, que sólo estaban como espectadores.
El ambiente para esa hora ya era tenso, también pensaba en mi seguridad, porque había reclamos con palabras altisonantes del trabajo que realizaba, por algunos sujetos.
A esa misma hora, mi compañero me habló al celular y me preguntó: “¿dónde estás?”
Le doy referencia del sitio y le advierto del ambiente y de los riesgos, contestó: “Estás muy lejos, deja entro a tomar un video de rápido y me salgo”.
El reloj marcaba las 18:45, intercambiaba algunas palabras con los oficiales, al tiempo que saludaba de palabra a tres colegas periodistas que llegaban al lugar e ingresaban a la “zona cero”, venía a mi mente lo riesgoso de su ingreso.
A las 18:48 horas vino lo inesperado. Fue la hora exacta en que se registró la explosión. La sorpresa hizo que por un momento me quedara estática y sin palabras, al igual que los policías.
No daba crédito a lo que estaba viendo, cuerpos prendidos en llamas como mechas, los gritos de auxilio eran aterradores:
“Me muero, me muero, ayúdenme”.
Avisé a la redacción de la explosión, comencé a grabar, la gente que libró el fuego gritaba nombres y más nombres, queriendo encontrar a sus familiares, todo era correr de un lado a otro, captaba cuerpos quemados, ya sin ropa, algunos sólo tenían puesto el cinturón, otros nada, la piel se les despendía, pero aún así, con el dolor de las quemaduras, muchos salieron por su propio pie.
Algo que me marcó fuertemente fueron las palabras de un hombre prendido en llamas:
“Dígale a mi mamá que me perdone. Ella me dijo que no viniera”.
¿Quién era? Nunca lo supe, tampoco si murió o si logró sobrevivir a la tragedia.
Me doy tiempo para pedir ayuda a cuerpos de auxilio de municipios aledaños, todo fue en minutos, segundos, no lo sé, pero los que estábamos a salvo pedíamos ayuda, poco podíamos hacer por los heridos, escuchaba sugerencias para los que se quemaban:
“Revuélcate en la tierra. Tírate a la zanja de riego de agua contaminada”.
Algunos se rodaban entre el sembradío de alfalfa. Algunos niños, jóvenes y adultos corrían para ponerse en un lugar seguro.
Los gritos de desesperación continuaban, incluso palabras altisonantes con las que se repartían culpas.
Al fondo, el fuego era intenso, las llamas ya alcanzaban varios metros de altura. Yo seguía grabando.
Le marqué por teléfono a mi compañero para saber de él. El teléfono me mandó a buzón, pensé lo peor, desesperada le mandé varios mensajes de voz.
“Por favor dime que estás bien”, luego de un tiempo, que se me hizo eterno, tuve noticias a través de un mensaje:
“Salí a tomar aire, el olor a gasolina era intenso y no podía respirar. Unos segundos después vino la explosión, de milagro estoy vivo, la vi cerca”, me dijo aliviado.
Entre que cubría la nota y al mismo tiempo quería ayudar, me dirigí a la zona del hotel que está a la entrada de la carretera a Teltipán, para avisar a los cuerpos de emergencia, que comenzaban a llegar, donde según yo, había personas heridas, tiradas en la milpa.
Las ambulancias eran insuficientes, todo se volvió un caos, los heridos continuaban saliendo a la carretera, por la parte donde está el Colegio de Bachilleres.
Otros ya habían muerto. En el lugar de la explosión habían quedado sus cadáveres, calcinados.
El despliegue policiaco de los tres niveles de gobierno ahora sí era intenso, comenzaron a sobrevolar los helicópteros, tanto del Ejército como del gobierno del estado. La indicación fue trasladar de inmediato a los heridos y apagar el incendio.
Al lugar llegó primero el secretario de Gobierno, Simón Vargas; luego el gobernador, Omar Fayad; el director de Pemex, el secretario de la Sedena, Crescencio Sandoval; entre muchos otros.
Junto con otros funcionarios municipales, estatales y federales, conjuntaron esfuerzos y se activaron los protocolos para cubrir la emergencia que para las 19:30 horas, sino es que antes, ya era una nota mundial, a pesar de que todavía no se tenía el número de víctimas mortales, pero que por el operativo del combate al huachicol que había emprendido el gobierno federal, existía una expectativa por la escasez de combustibles en algunas zonas del país.
Los heridos eran trasladados a hospitales de Tula, Ixmiquilpan, Ciudad de México, Pachuca y el Estado de México.
Los pobladores, al enterarse de lo ocurrido, llegaron al lugar desesperados a tratar de saber algo de sus familiares, el personal de salud intentaba dar información conforme se conocían los nombres de los heridos y dónde fueron trasladados.
El primer corte de la información oficial la dio el gobernador, Omar Fayad, quien señaló que se tenía el registro de 20 personas fallecidas, para quienes habíamos estado en el lugar desde muchas horas antes de la tragedia, la cifra era mucho, pero muy conservadora, porque a la hora de la explosión en la “zona cero”, el número de personas eran muchas más. En lo personal, a la fecha, las cifras no me cuadran.
Las llamadas de familiares, amigos y de la redacción no se hicieron esperar, estaban preocupados por mi persona, debido a que en alguna de las transmisiones en vivo, la voz se me cortó. No era para menos, imaginaba el dolor que le provocaría a la gente enterarse de que sus seres queridos habían muerto o estaban heridos de gravedad.
Cerca de las 03:00 horas del día siguiente, al lugar arribó el presidente de la República, Andrés Manuel López Obrador, quien ofreció todo el apoyo a las familias de las víctimas, dijo entre otras cosas que para el Estado y para su gobierno era un suceso doloroso.
Para recargar la pila de los teléfonos y la propia, me retiré del lugar pasadas las 4:00 horas del sábado, lo hice acompañada de mi colega, César Martínez.
En el trayecto, César me hizo una recomendación: “Cuando llegues a tu casa te comes un pan, no tomes agua. Oye, te noto triste”.
Yo seguía sin dar crédito a tantas cosas observadas. Al llegar a casa no pude conciliar el sueño. Seguían presentes los gritos de angustia y desesperación. Muchas de esas imágenes de dolor me negué a compartirlas. Mi casa editorial respaldó mi decisión.
Parte fundamental en la cobertura para subir la información como se iba presentando fue Óscar Pérez, quien desde la redacción, junto con los demás del equipo de Diario Plaza Juárez, se la rifó.
Ya durante la mañana del sábado, regresé a la “zona cero”, pasadas las 07:00 horas confirmé que no eran 20 personas las fallecidas, sino muchas más. El ambiente era triste. Había desolación. Aún se percibía el olor a combustible, pero también a cuerpos calcinados. Muchos seguían buscando a sus familiares. Las palabras de consuelo no eran suficientes.
Unos días después logré descargar toda esa angustia, culpa e impotencia, lloré como una niña, no fui ajena al dolor.
Me enteré que el hijo de una prima llego de curioso a la “zona cero”, apenas unos minutos antes de la explosión. Resultó lesionado y a las pocas horas perdió la vida.
Por haber estado en el lugar antes, durante y después de la tragedia, tuve que declarar ante la Fiscalía General de la República.
Al final, se dijo que 137 personas perdieron la vida a consecuencia de la explosión, 69 calcinados en el lugar, 68 en hospitales por las quemaduras, entre ellos nueve menores de edad, 13 fueron los sobrevivientes por mejoría de las lesiones, entre ellos menores de edad que fueron trasladados a Galveston, Texas.
Conforme se fueron conociendo las historias, quedó claro que quienes ahí perdieron la vida no eran huachicoleros, sino que vieron la oportunidad de hacerse de unos cuantos litros de combustible, sin imaginar que esto les costaría la vida.
De los masculinos que murieron dejaron en la orfandad a 175 menores, 69 niñas, 70 niños y 36 adolescentes; de las 16 mujeres que fallecieron dejaron a tres niñas, nueve niños y cuatro adolescentes. De quienes ambos padres fallecieron en la tragedia, quedaron una niña y dos niños.
Hoy puedo contarles a través de estas líneas parte de la historia que se vivió ese 18 de enero del 2019. Una experiencia que me sigue embargando de tristeza, de dolor e impotencia, estoy con vida y como mujer de fe doy Gracias a Dios, aprendí a decirle todos los días a mi familia cuánto los amo, porque no sé si algún día ya no regrese para abrazarlos, me tatúe en la mente las palabras de Javier Peralta, director general de Diario Plaza Juárez: “Ninguna nota vale tu vida”.