Personajes literarios

CALLEJÓN DE SOMBREREROS

“…uno de esos casos parece ser el de Juan Rulfo, a quien no se le deja de reconocer como el autor de El Llano en Llamas, pero al que una conjura zafia de rencorosos de mentidero, que no pudieron denostar el prodigio de Pedro Páramo, pretendió atribuírselo a correctores, impresores, linotipistas y jugadores de ping pong, los cuales han terminado por negar que hubieran contribuido a su creación.”

“Todo escritor”, le dijo Borges a Alberto Manguel la última vez que se encontraron en su departamento, el 6º B del edificio marcado con el número 994 de la calle Maipú, en Buenos Aires, donde Manguel lo visitaba con frecuencia para leerle, “deja dos obras: lo escrito y la imagen de sí mismo, y hasta la hora final ambas creaciones se acechan una a otra”. 

Como la de todos, la biografía de un escritor resulta un equívoco hecho de azares y circunstancias, de deseos y despropósitos, de afanes y desidias, de venturas y adversidades, de incitaciones, de sueños, de ambiciones, de supersticiones, de malentendidos… Como la de imaginar la propia biografía, existe la tentación de corregir la que se ha consumado.

El viernes 21 de septiembre de 1962, en una de las comidas consuetudinarias en casa de Adolfo Bioy Casares, que en un cuento se convirtió en personaje de Borges, y Silvina Ocampo, Borges y Bioy comentaron “la frase inglesa to live down algo.

BORGES: ‘Por desgracia, esto ocurre con todo. Un individuo que fue un peronista inmundo es un caballero, afanado en living down todas sus porquerías, cometiendo nuevas’.

BIOY: ‘Es una suerte la tendencia nacional al living down, porque todos cometemos idioteces en la juventud”.

BORGES: ‘Sólo las de los escritores no se borran. Sus libros son letreros eternos’”.

Paradójicamente, Borges, que creía que su biografía era la de un lector, no deja de incitar a diversos biógrafos que acaso buscan en su devenir cotidiano el secreto de su literatura. Antes de convertirse en el personaje de sus biógrafos, Borges se había transmutado en el personaje de algunos de sus textos y en el de cuentos y novelas de otros escritores. 

A pesar de haber creado un diccionario mítico de la lengua inglesa, poemas como Londres, novelas como Raselas, una crítica reveladora, artículos de periódico que han perdurado más que los periódicos en los cuales se publicaron, de su indolencia y sus modales desconcertantes, el doctor Samuel Johnson parece la obra más memorable del doctor Samuel Johnson por su agudeza, por su imaginación y prestidigitación verbales, por su sentido del humor incisivo, por su conversación asombrosa, por su inteligencia erudita, por su excentricidad provocadora. Sin embargo, aunque había escrito biografías ejemplares de poetas ingleses, no terminó convirtiéndose en el personaje de una de ellas, sino en el de la biografía a la que dedicó su vida James Boswell. 

Con demasiada frecuencia, Shakespeare ha devenido una conjetura en la que sucesivamente se le supone un impostor, un usurpador, un asesino, la invención de varios dramaturgos y recientemente, a partir de la noticia de un hallazgo, un marihuano. Sin embargo, Marcel Schwob no lo incluyó en sus “Vidas imaginarias”. Tampoco Virgilio, uno de los personajes de Dante Alighieri, fue elegido por la imaginación de Schwob para urdir una historia literariamente posible. 

Uno de los personajes de “El Hipogeo Secreto”, de Salvador Elizondo se llama Salvador Elizondo. “El plan original del libro sufre modificaciones a partir del día en que Salvador Elizondo recibió la primera llamada telefónica anónima”, pero se trata de “la realización de un designio fraguado por un otro yo, un Salvador Elizondo último, ese calígrafo secreto que concibo escribiendo una crónica misteriosa”. 

No son pocos los que poseen libros impresos cuyo autor importa una invención literaria; uno de ellos es Bustos Domecq, uno de los escritores que lúdicamente urdieron Borges y Bioy Casares como una de sus complicidades.

Pero también hay quien pretende negar la existencia de un escritor. No me refiero a quienes intentan ignorar su obra, sino a aquellos que se acogen a la difamación ruín para tratar de demostrar que un escritor no es el autor de un libro admirable; uno de esos casos parece ser el de Juan Rulfo, a quien no se le deja de reconocer como el autor de El Llano en Llamas, pero al que una conjura zafia de rencorosos de mentidero, que no pudieron denostar el prodigio de Pedro Páramo, pretendió atribuírselo a correctores, impresores, linotipistas y jugadores de ping pong, los cuales han terminado por negar que hubieran contribuido a su creación.

Quizá esos detractores debieron consultar a un teólogo porque acaso para ellos ese libro esencial no fue escrito por el hombre que escribió su mecanuscrito en una máquina Remington legendaria. No sólo los lectores sagaces entienden que únicamente Juan Rulfo podía escribir Pedro Páramo

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