
Sin punto final
El escritor se rascó la cabeza, bebió de la taza que no tenía más que agua, se vio infeliz por saberse lejano del gusto por el café y el tabaco. La sequía que habría de convertir en desierto el que fue un campo fértil de creatividad había comenzado, no quería levantarse de la silla y fumarse un cigarro como el personaje torpe de aquella novela de amor.
Tampoco quería pensar en suicidios ni formas en las que sus personajes tendrían que llegar a la muerte, y así con sus pensamientos convertidos en monstruos se vio dentro de sus propias historias.
Desde la cama pudo ver el ojo voyerista de aquél que desde la lejanía escribía sobre la forma en que él había hecho el amor, se rascaba los genitales como ordenaba el escritor con sus hilos de palabras. Y de un momento a otro pasó del comedor donde intentaba escribir una nueva historia al pozo de los recuerdos, ahí miró el árbol de chabacanos cocidos y listos para comer, pero también estaba la abuela sentada junto al fogón en lo que por mucho tiempo fue su “estufa” de leña.
Y quiso oler el humo y quiso probar las tortillas pero el humo no olía y tampoco lo hacía llorar, quería que sus lágrimas se convirtieran en sal, sintió la necesidad de comerse un taco y poder saborear, pero no pudo llorar, no pudo ahumarse y tampoco pudo comerse la tortilla que inflándose en el comal se burló amargamente de él.
No estaba soñando, estaba seguro de que no estaba soñando, no creía que el escritor de allá arriba pudiera ser tan sádico para hacerlo ver esas imágenes sin dejarlo disfrutar. El escritor se rascó la cabeza, hurgó en su interior, y fue sumiendo en la tristeza al personaje que no inventó, así comenzó a secarse.