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PEDAZOS DE VIDA

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Por dentro 

El virus había llegado, y con él una forma de ver la vida. El contagio  fue una nube que con su sombra fue regando el terror, no había mayor miedo que el de perder a un ser amado y sepultarlo en el olvido sin echar siquiera unos rosarios encima para que sea recibido, allá a donde todos los católicos quieren ir. “Te tienes que morir en paz, sin deberle nada a nadie, tienes que irte sin pendientes, tienes que irte sin pecados”, esa era la consigna una vez que la gente tenía la infección.

Pronto todos los lugares se blindaron con algunos enseres para hacer frente al virus que podía llegar a ser mortal. Afuera de la tortillería quedó tumbado el cuerpo del indigente de la colonia, el mugroso aquél que nada malo hacía a los demás, el que era juzgado por la apariencia y por manchar la imagen de cualquier lugar. 

Quedó tumbado en el piso, con la boca llena de gel antibacterial, en los últimos días se había ahorrado el gasto en alcohol, bastaba con pasar por ciertos lugares para echarse gel en las manos y luego echarlo a la boca. Hacía falta un descuido para que alguna botella desapareciera.

Pero no todos usaron llenaron sus dispensadores de alcohol, y ahora el indigente greñudo y mugroso, se había quitado, sin querer uno de esos pendientes que se tienen en la vida, se había ido por consumir un químico que le hizo mal efecto y al que confundió con gel antibacterial, así pasa cuando alguien se va con los labios secos y la ilusión de haberse tomado una botella de alcohol, de aquél alcohol que aún tenía sabor en la olvidada cantina, donde un día no puedo regresar. 

El fondo trágico musical que escapaba de las máquinas tortilladoras, se ve interrumpido por la sirena de una ambulancia, la gente tiene rodeado el cuerpo, una sábana limpia y una veladora señalan que el vagabundo ya no está en este mundo, hay epidemia y la gente ha salido para ver cómo se muere alguien por consumir desinfectante.