Hay momentos en los que no tiene mucho caso escribir sobre los gases que se escapan dentro de una colectiva, hablar sobre la gente que camina monótonamente en la calle sin saber siquiera cuántos edificios mira al día, entonces a mí, me invade esa melancolía, me llenó de tristeza y no me dan ganas de escribir.
Cuando la gente ríe o cuando llora tiene algo que contar, tiene algo que decir, peor cuando su rostro se hace duro y no quedan más sonrisas que aventar o lágrimas que llorar, ahí es cuando ya se jodió todo.
Hoy, por ejemplo, tenía la idea de escribir sobre un hombre al que asaltaban y tras oponerse quedaba tumbado en el suelo, mientras poco a poco su propia sangre manchaba el pavimento, pero esa historia ya existe y no es un cuento. Hoy es uno de esos días de los que mira hacia atrás, pero no para tomar aliento y seguir sino para “asegurarte” (vanamente) de que la muerte no viene atrás.
Amaneció soleado, sin embargo después del mediodía, el cielo cerró su ventana y nos llenó de opacidad, nos cubrió con un manto gris y después comenzó a llorar, como teniendo compasión de lo que se está convirtiendo la humanidad.
Aquí estamos todavía, escuchando el crujir de los huesos, mirando los últimos movimientos de la carne y oliendo por primera vez la combinación de combustible con carne humana. Caminamos, inútilmente, para tratar de alejarnos de aquella imagen, ella no sigue, se ha quedado grabada, tatuada, cosida, metida dentro de la memoria, ha sido sellada por la crueldad y la desesperación que genera el haber visto aquella imagen.
Hoy el cielo llora, y los hombres, a cada momento entran en pánico, no falta mucho para que terminen de comerse entre ellos mismos, no falta mucho para que se queden sin humanidad y vuelvan a ser las bestias que quizá, muy adentro nunca dejaron de ser.