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¿Para qué servimos los abogados?

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EL ÁGORA

En ocasiones me encuentro con estudiantes de derecho que caminan cabizbajos entre los pasillos de las universidades. Se trata de chicos que entraron a la licenciatura pensando que su deseo inicial de “ayudar a los demás y hacer justicia” se vería robustecido por la formación recibida en las aulas, pero con el paso de los semestres y las experiencias adquiridas tanto en el ámbito escolar, como en los sitios donde desarrollan prácticas profesionales, advierten con decepción que el medio de la abogacía se encuentra profundamente viciado.

    Esto les hace sentir que después de todo la carrera de derecho quizás no es para ellos, llevándolos a una crisis existencial/vocacional, que les debate entre la posibilidad de abrazar el estereotipo del abogado que sobrevive sin escrúpulos en la jungla laboral o, por el contrario, apartarse del mismo, pero sin contar con la certeza de si les será posible conciliar el ejercicio de la profesión con la lealtad a sí mismos y sus ideales.
    Evidentemente no estoy hablando en absolutos, pues esto no es algo que le suceda a todos, sin duda los valores en que cada persona deposita su vocación son muy variados, sin embargo es bastante común y se debe, no exclusivamente, pero sí en gran medida, a la manera en que todavía se enseña el derecho dentro de las universidades, en México y en distintos países de iberoamérica. 
    Normalmente, en las escuelas y facultades se hace creer a los estudiantes que el derecho es impertérrito, frío, objetivo y despojado de toda ideología, alrededor de lo cual se fabrica una especie de culto a la ley, acompañado de una celosa mística profesional que delinea con rigurosidad las características de pensamiento y conducta que, supuestamente, debiera tener un abogado “serio”. Algunas de estas cosas se dan de manera explícita y directa, mientras que otras subyacen en los modos y formas en que acontece la convivencia cotidiana de quienes pertenecen al entorno jurídico-académico. Así, los jóvenes que aspiran a convertirse en profesionales del derecho se ven rápidamente sumergidos en este contexto, en el cual algunos se mueven cual peces en el agua y otros, “raros”, nunca acaban de sentirse cómodos.
    Y aclaro, lo que sostengo no es que la abogacía sea intrínsecamente mala. El problema, más bien, reside en el perfil estereotipado del abogado, que temprano en la licenciatura se inculca en los estudiantes y que va de la mano con una malsana admiración por los grupos políticos prevalentes en una época y lugar determinados, sesgando así, paradójicamente, la visión del derecho como el “imperio de la ley”, transformando a muchos en profesionistas conservadores, positivistas (aunque sean de clóset), afines al Status Quo y aspiracionalmente cercanos al poder.
    ¿Qué le digo yo a esos estudiantes que se desconciertan ante las contradicciones del ámbito jurídico? Bien, pues que sigan adelante si sienten que el derecho puede ser lo suyo, pero comprendiendo que el verdadero sentido de nuestra carrera es poner el derecho al servicio de la justicia, no ocuparse de herramienta para subyugar a los más vulnerables de la sociedad.
    Afortunadamente las cosas van cambiando y cada vez hay más juristas comprometidos que realizan un estudio y enseñanza críticos del derecho, que desde sus trincheras, ya sea en el litigio, la judicatura, la administración pública o la academia, contribuyen a la formación técnica, pero también ética, de las nuevas generaciones.  De ahí que siempre les digo a mis alumnos: “Recuerden, un abogado que no sirve a la gente, no sirve como abogado”.

* Abogado y profesor del Tecnológico de Monterrey