Papa Francisco; ¡cambiar todo… sin cambiar nada!

 Opinión de Rubén Amón

Protagoniza una revolución más cosmética que concreta

Es una revolución de las formas, una catarsis de las apariencias. Ha sensibilizado a la izquierda agnóstica y atea como encarnación de la demagogia. Es el Papa de Podemos. De Maduro y de Kirchner. Un libertador del capitalismo. Un ariete del movimiento ecologista. Y un buen hombre al que hemos convertido en santo porque la impostora aquí es la sociedad.
El principal mérito de Jorge Mario Bergoglio en sus cuatros años consiste en haberlo cambiado todo sin haber cambiado nada. Un ejercicio de prestidigitación que requiere la devoción de una sociedad crédula y sensiblera. No son tiempos de las verdades, sino en la época de las percepciones, de las sensaciones.
A Francisco se le percibe y se le siente unánimemente como un revolucionario sin haber modificado un milímetro la doctrina de la Iglesia en los asuntos terrenales: ni comunión a los divorciados, ni reconocimiento a los derechos de los homosexuales, ni compromiso con el peso de la mujer en la Iglesia, ni tolerancia normativa al aborto, anticonceptivos o los adúlteros.
Podrá objetarse que las leyes de la Iglesia están escritas en piedra. Y que no tiene sentido someterlas al calentón de los debates contemporáneos. El problema es que a Francisco se le ha atribuido la proeza de haber emprendido una gran reforma, cuando ni siquiera ha rebasado el estadio preliminar de las insinuaciones y de la cosmética.
La explicación reside en su carisma y en sus facultades de telepredicador. Francisco ha logrado un estado de gracia que irrita a los católicos “ortodoxos” y que arroba a los ateos. Un Papa cercano a Cristo y alejado de Dios. Que ha decidido hacerse hombre. Que ha sacrificado el primado. Y que ha renunciado al poder ritual y a la sugestión metafísica para sentirse cerca del prójimo y sentarse en el banco de la feligresía.

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