Panchito era un jovencito muy trabajador. Tenía 17 años de edad, y vivía con su jefa en una de las vecindades de la calle de Manuel Doblado, en el popular barrio de “La Palma”. El papá de Panchito se llamaba Jaime. Estaba muy flaco. En un accidente le cayó una piedra grande en la cholla. Se lo llevaron al hospital, y después se corrió la noticia de que se había muerto. Panchito tenía 15 años de edad. Era el mayor, y se hizo cargo de mantener a sus 10 hermanos y a su jefa. Para ello tuvo que meterse a trabajar en la mina.
Era novio de Anita la huerfanita. Estaba tan enamorado de ella, que se buscó otro trabajo porque ya se le quemaban las habas por casarse, y no se fuera a comer la torta antes del recreo.
Se metió a trabajar de panadero, con don Mateo, que era un viejo muy matado. Lo tenía trabajando más de 8 horas, y le pagaba una madre. Anita tampoco tenía papá. Desde niños los abandonó para irse con otra vieja que estaba más buena que su jefa. A la señora Josefina, a quien todos conocían como “La Chepa”, se le hizo un carácter de todos los diablos. No se le podía parar una mosca, porque la correteaba y no la dejaba hasta que no le diera en la madre.
El amor entre Pachito y Anita era muy grande. Se amaban mucho. Pero se veían muy poco por el doble trabajo que “El Canelo” tenía: en la mañana en la mina y por la noche en la panadería.
El pobre Pancho estaba flaco y descolorido, que había veces que se quedaba durmiendo parado como burro lechero. Pasaron los días, las semanas los meses, y un día en la vecindad, todo era nerviosismo (todavía no se usaba el estrés). Pancho gritaba:
– ¡Mamá! ¿Dónde está mi corbata? Aquí la había dejado.
– Cálmate, hijo. Todavía es temprano para irnos a la iglesia. En un momento te la plancho. Son las ocho de la mañana, y te casas a la una de la tarde.
– Pero quiero vestirme de una vez. No sea que me gane el sueño y ya no despierte.
– No te preocupes, para esos estoy yo, para despertarte.
Por fin llegó la hora esperada para los enamorados, que entraron a la iglesia de La Asunción muy orgullosos. Al fin habían logrado el sueño que tanto tiempo habían esperado. Durante la misa Anita le daba de pellizcos para mantenerlo despierto. Y por fin escucharon las palabras del cura que los unía en matrimonio.
Al salir de la iglesia, les aventaron arroz. Los abrazos con la familia. Ahí es donde los fotógrafos callejeros se daban vuelo retratándolos con Juan de la patada. Los novios fueron en un coche para tomarse la foto del recuerdo. Mientras los invitados y los colados estaban en primera fila esperando que les sirvieran el mole y el chupe. Con el calor se les antojaba una cerveza bien muerta.
La señora Juanita, la mamá de Pachito “El Canelo”, había contratado el sonido de Juan “El Perro”, que estaba poniendo canciones de Julio Jaramillo. Era la música de aquel tiempo. La señora le fue a parar el alto.
– Ya ni la chinga, don Julio. Está usted poniendo canciones de esas que llegan al corazón. Todos los invitados parece que están decepcionados y toman a lo cabrón. Ponga música para bailar, o de la que quiera. Si no cuando lleguen los novios ya no van alcanzar de tomar.
Cambiaron el ambiente musical bajo protesta de los invitados, que comenzaron a chiflar y golpear la mesa. Después se escuchó un grito:
– ¡Hay vienen los novios!
Una banda de huastecos les tocó una Diana. La gente se levantó para aplaudirles. Se sentaron en la mesa de honor, y sirvieron la comida. Varias personas se aprestaron a servir. Arroz, mole, frijoles, y de chupar, había de todo, lo que el invitado gustara. Los novios abrieron el baile, y a mover el esqueleto. Cada quien se lucía con sus pasos del cha, cha, cha, del danzón, del mambo. Se armó el ambiente tradicional de agarrarse de la cintura para dar vueltas alrededor de la pareja, cantándoles a la víbora de la mar.
Se formaron las viejas solteras de la vecindad para agarrar el ramo que aventara la novia. Partieron el pastel. La pareja se despidió. Iba a la luna de miel antes de que Panchito se durmiera. Salieron a San Juan de los Lagos, para pagar la manda a la Virgen, que les permitió casarse.
Pasaron unas semanas de dicha amor y felicidad, y regresaron a la rutina, donde, poco a poco, Panchito se fue dando cuenta que el matrimonio es una guerra donde uno duerme con el enemigo. Anita la huerfanita le resultó una “Cajita de Pandora”. Era aconsejada por su madre, doña Chepa, quien odiaba a los hombres, y encabezaba a un grupo de feministas. Le decía:
– Ponte muy abusada, hija. No permitas que tu esposo te levante la voz. Cuando lo haga, rómpele el hocico con un palo. Ponlo a que te ayude hacer el quehacer. Quítale el dinero que gane. Y por ningún momento lo dejes que se junte con sus amigotes.
– Pero mamá. Pobrecito de mi viejo. Apenas tiene tiempo de trabajar. Como le ayuda a su mamá con los gastos, no ha dejado ninguno de los dos trabajos.
– Esto se acabó. Desde ahora no le va a ayudar a su madre con dinero. Que la pinche vieja se rasque con sus uñas. Tenlo como gato ratonero. Si te llega a protestar, le dices que hable conmigo, y verás cómo con unas cachetadas entiende.
– No hay que, ser mamá. Al pobrecito al caminar se le doblan las patas. Y todas las noches me deja picada, porque se queda dormido.
– Despiértalo con una cubeta de agua fría. También tiene que cumplirte, aunque se muera como el caguamo. Al hombre hay que tratarlo con mano dura. No le tengas compasión. Se quiso casar, pues ahora se chinga.
Pasaron los días. Y como su mamá estaba como cuchillito de palo, Anita le hizo caso a los consejos que le daba. En sus ratos libres, a su marido lo ponía a lavar costales de ropa. Panchito le dijo:
– Anita, estos no son tus calzones; están grandotes y muy cochinos.
– Son de mi mamá, que me pidió que le echáramos una mano lavando su ropa.
Pasó por el patio “El Chirimoya”. Al verlo, le preguntó:
– ¿Ahora qué, Panchito? ¿Acaso está pagando alguna manda?
– Le estoy ayudando a mi mujer a lavar la ropa.
– Eso está muy mal hecho. Estás poniendo el mal ejemplo a los que vivimos en esta vecindad. Al rato mi vieja va a querer que le lave los calzones, porque tú se los estás lavando a la tuya. Vente. Abandona la misión, y vamos a la cantina. Te la invito. Un pulque o lo que quieras. Al rato que llegue tu pinche vieja, que termine de lavar ella. Si se te pone al brinco, quítate el cinturón, y dale en la madre. Debe de entender que a falta de padre, está el marido. Te tiene que respetar. El hombre a la cantina y la mujer a la cocina. Es la ley de la vida.
Panchito le dijo, muy triste:
– La verdad es que se mete mucho mi suegra.
– Esa pinche vieja amargada. Siempre se anda metiendo en lo que no le importa. Es feminista. Odia a los machitos desde que la dejó su viejo por seguir otra nalga. La vez pasada aconsejó a mi vieja, que me pusiera a ayudarla a hacer el quehacer. Cuando mi mujer me lo dijo, la agarré a madrazos y la dejé chimuela. Y todavía, la vieja la aconsejó que me fuera a demandar al Ministerio Público. Yo le dije al agente que ahora sí los patos le quieren tirar a las escopetas. A ver que mi vieja se vaya a trabajar a la mina, y lo haga a 500 metros de profundidad, donde está muy caliente; y lo haga como pinche burro. Me cae, y verá que no aguanta. A las primeras se zurra. Hicimos, delante de las autoridades, un convenio. Si quieres, yo me quedo a lavar la ropa con mucho gusto; pero tú te vas a trabajar a la mina. Ella comprendió. Y ya no se junta con la vieja, esa chismosa, de tu suegra.
– No se crea, señor “Chirimoya”. Ya no aguanto esta situación. Veces me dan ganas de que me caiga una piedra en la cholla, y el dinero del seguro se lo den a mi jefa.
– No seas pendejo. Como estás casado, todo el dinero se le queda a tu vieja. Mejor vente. Vamos a la cantina, y allá te voy a dar unos consejos para que tu vieja te respete y te tenga miedo. Pero para ello debes darte un poco de valor; echarte unas copas para que se te amacice el espíritu.
Panchito aventó la ropa en el lavadero, y siguió a “El Chirimoya”. Se metieron a la cantina y comenzaron a platicar.
– Al rato vas con doña Pilar y compras un gallo -le dijo “El Chirimoya”- Lo metes a tu casa. Le dices a ti vieja que es para que no te lo roben. Como a las 5 de la mañana, cuando comience a cantar, te levantas muy enojado y agarras a patadas al gallo hasta que lo mates. Y le dices, el único que canta en esta casa soy. Tu vieja, al ver que le diste en la madre al gallo, va a quedar espantada, y te va a tener miedo. Y verás que serás libre como el viento.
– Usted sí sabe dar consejos, señor “Chirimoya”. Pero mi mujer me quita todo el dinero que gano, y no tengo para comprar el gallo.
– No te preocupes. Espérame tantito. Yo te regalo el gallo. Te voy a traer uno que es muy cantador. Todo lo hago para que no quemes a los machos.
“El Chirimoya” fue a su casa y regresó con un gallo de pelea abajo del brazo, y se lo regaló a Panchito.
– Ahora que llegues a tu casa y tu vieja te diga algo, no le hagas caso. Tírala de a loca. Tú haz lo que te digo.
– Gracias. Muchas gracias, señor “Chirimoya”. Nunca olvidaré que a usted le debo mi felicidad.
Panchito salió muy contento de la cantina, acariciando su gallo. Cuando llegó a su casa, su vieja estaba dormida. En la madrugada, cuando cantó el gallo, la señora se espantó. Fue cuando Panchito se levantó y le gritó:
– ¡Cállate, maldito animal! El único que canta en esta casa soy yo. Y te lo voy a demostrar.
Lo agarró a patadas hasta que lo destripó.
Su vieja no perdía ninguno de sus movimientos, y le dijo:
– ¿Ya acabaste?
– Sí
– ¡Pues ahora voy yo, cabrón!
Con la tranca le pegó a “El Canelo” en el lomo, hasta que lo dejó tirado. Lo levantó de las greñas y lo llevó al lavadero. A Panchito le falló el truco. Y sigue en las labores domésticas.